«Abuela, mamá dijo que te tenemos que llevar a una residencia de ancianos». Escuché la conversación de mis padres; un niño no se inventa esas cosas.
Ana Pérez caminaba por las calles de un pequeño pueblo cerca de Salamanca, dirigiéndose a recoger a su nieta del colegio. Su rostro resplandecía de alegría y sus tacones resonaban en el asfalto, como en aquellos años lejanos de su juventud, cuando la vida parecía una melodía infinita. Hoy era un día especial: finalmente se había convertido en dueña de su propio hogar. Era un piso luminoso y espacioso con una habitación en un edificio nuevo, algo con lo que había soñado durante años. Durante casi dos años ahorró, apartando cada euro. La venta de la antigua casa en el pueblo solo le dio para la mitad del precio; el resto se lo prestó su hija, Nerea, pero Ana Pérez había jurado devolverle la deuda. A ella, una viuda de setenta años, le bastaba con la mitad de su pensión; el dinero lo necesitaban más los jóvenes, su hija y su yerno, porque aún les quedaba toda la vida por delante.
En el vestíbulo del colegio le esperaba su nieta, Carmen, una chiquilla de ocho años con trenzas. La niña corrió hacia su abuela, y juntas regresaron a casa charlando de trivialidades. Carmen era la luz de la vida de Ana Pérez, su mayor tesoro. Nerea la había tenido tarde, casi a los cuarenta, y entonces pidió ayuda a su madre. Aunque Ana Pérez no quería abandonar su casa natal en la aldea, cada rincón conservaba recuerdos del pasado, sacrificó todo por el bien de su hija y su nieta. Se trasladó más cerca, asumió el cuidado de Carmen, la recogía del colegio y la cuidaba hasta que los padres regresaban del trabajo, y luego se iba a su pequeño y acogedor apartamento. La propiedad estaba a nombre de Nerea, por si acaso, ya que los ancianos son fácilmente engañables y la vida es impredecible. Ana Pérez no se opuso: pensaba que era solo una formalidad.
—Abuela —la interrumpió de repente Carmen, mirándola con grandes ojos—, mamá dijo que te tenemos que llevar a una residencia de ancianos.
Ana Pérez se quedó helada, como si la hubieran rociado con agua fría.
—¿A qué residencia, pequeña? —preguntó, sintiendo un frío que la calaba hasta los huesos.
—Pues donde viven los abuelos y las abuelas. Mamá le dijo a papá que allí estarías bien, que no te aburrirías —Carmen hablaba en voz baja, pero cada palabra golpeaba como un martillo.
—¡No quiero ir allí! Prefiero ir a un balneario, descansar —respondió Ana Pérez, su voz tembló y un torbellino se formó en su mente. No podía creer que escuchaba eso de un niño.
—Abuela, no le digas a mamá que te lo conté —susurró Carmen, abrazándola fuerte—. Escuché cuando lo hablaban por la noche. Mamá dijo que ya habló con una señora, pero que no te llevarán ahora, sino cuando crezca un poco más.
—No diré nada, mi pequeña —prometió Ana Pérez al abrir la puerta del piso. Su voz temblaba, y las piernas se le aflojaban—. No me siento bien, me voy a acostar un rato, cámbiate tú sola, ¿vale?
Se dejó caer en el sofá, sintiendo cómo su corazón latía frenéticamente en su pecho, y todo se desvanecía ante sus ojos. Esas palabras, dichas con la voz infantil, habían destrozado su mundo en pedazos. Era la verdad, una verdad aterradora e implacable que un niño no podía inventar. Tres meses después, Ana Pérez empaquetó sus cosas y regresó a la aldea. Ahora vive de alquiler y ahorra para un nuevo hogar, buscando encontrar algo de estabilidad. Sus viejas amigas y parientes lejanos la apoyan, pero en su alma hay un vacío y dolor.
Algunos la critican, murmuran a sus espaldas: «Ella misma tiene la culpa, debería haber hablado con su hija, aclararlo todo». Pero Ana Pérez está segura de lo suyo.
—Un niño no inventa eso —dice con firmeza en su voz, mirando al vacío—. El comportamiento de Nerea habla por sí mismo. Ni siquiera ha llamado, no ha preguntado por qué me fui.
Al parecer, la hija entiende, pero calla. Y Ana Pérez espera. Espera una llamada, una explicación, una simple palabra, pero no marca el número: el orgullo y el resentimiento la encadenan como grilletes. No se siente culpable, pero su corazón se desgarra por este silencio, por la traición que proviene de los más cercanos. Y cada día se pregunta a sí misma: ¿es esto realmente lo que queda de su amor y sacrificios? ¿Está su vejez destinada a la soledad y el olvido?







