Quiero que mi hijo se divorcie. ¿Para qué necesita una esposa sin seso?
Existe el estereotipo de que las suegras son brujas malvadas que atormentan sin motivo a pobres nueras desdichadas. Si hojeas foros en internet, está lleno de esas historias. Y aquí estoy yo, esa «suegro cruel» que no solo critica a su nuera, sino que está decidida a destruir el matrimonio de su hijo. ¿Y sabes qué? No me avergüenzo. Estoy segura de tener razón, y explicaré por qué, mientras la rabia y el dolor por mi niño hierven dentro de mí.
Mi hijo, Javier, conoció a esta chica, Lucía, hace unos cinco años. Pero me la presentó mucho después, solo cuando ya le había propuesto matrimonio. Desde el primer momento me cayó mal, y, como luego confirmé, mi intuición no falló: esa muchacha resultó ser una pesadilla.
Los invité a mi casa, un piso acogedor en las afueras de Valencia. Lucía ni siquiera se había quitado los zapatos cuando sonó su móvil. En vez de disculparse y decir que llamaría luego, se puso a charlar con una amiga en el recibidor. ¡Quince minutos! Yo permanecí allí, conteniéndome, mientras ella reía y hablaba de tonterías. Ahí ya intuí que algo iba mal.
Durante la cena, evité preguntas incómodas, solo observé. Pero cuando habló de su vida y planes, todo quedó claro: apenas terminó el instituto, cursaba un ciclo formativo y ni consideraba estudiar una carrera. ¿Para qué? Según ella, la mujer debe ser esposa y madre, punto. No piensa trabajar. Sus padres la mantienen ahora, y después, supongo, esa carga caerá sobre Javier. Vive con ellos, pero tras la boda planeaba mudarse a nuestro piso. Y la guinda: está embarazada. Poco tiempo, así que la boda debía ser rápida antes de que se notase. Actuaba como si el mundo le debiera algo, y su belleza fuese un pase vitalicio para una vida sin preocupaciones.
Lo peor vino cuando Javier salió al balcón a fumar. Lucía sacó un paquete de cigarrillos finos y lo siguió. ¡Embarazada, y fumando! Casi me ahogo de indignación. ¿Qué pasaría con el bebé? A ella pareció importarle un bledo.
Pronto se casaron y vivimos juntos en mi piso. Yo salía temprano al trabajo, volvía al anochecer, y Lucía dormía hasta mediodía, holgazaneaba sin hacer nada y escapaba al balcón a fumar. En el instituto solicitó una baja por embarazo y dejó los estudios. Cada noche me recibía el caos: montañas de platos sucios, ropa tirada, la nevera vacía. No cocinaba, no limpiaba, solo hablaba por teléfono con su madre o amigas.
Cuando le pedía ayuda, se excusaba: náuseas, cansancio. Pero eso no le impedía ir a cafeterías con amigas o salir de fiesta con Javier hasta el amanecer. Aguantaba en silencio, por mi hijo. Luego nació mi nieto. ¿Y qué crees? Lucía no cambió. Javier se levantaba de noche, paseaba al niño, lo llevaba al médico. Yo ayudaba tras el trabajo, agotada. ¿Y ella? En el sofá, con el móvil y el cigarrillo. Me temblaban las manos de rabia.
Intenté hablar con ella, primero calmada, luego firme. Ignoraba mis palabras, sonriendo con insolencia. Pero lo peor era Javier defendiéndola siempre. Cuando señalaba su pereza, él replicaba: «Mamá, lo intenta, está agobiada». Discutíamos. Él me gritaba; a ella, ni una queja. Mi hijo, mi único niño, ciego de amor por esa frívola.
La tensión era insoportable. Un día estallé: «¡Llévate a tu mujer y al niño y marchaos! ¡A ver cómo os las arregláis solos!». Se fueron. Javier se enfadó, dejó de hablarme. Intenté abrirle los ojos, pero levantó un muro. Ahora apenas llama o visita. Estoy segura: Lucía lo manipula, alejándolo de mí. Y yo, que lo quiero más que a mi vida, y adoro a mi nieto.
He decidido: esa mujer no le conviene. Merece alguien inteligente y cariñosa, no una vaga irresponsable. Aunque él no lo vea, haré caer su matrimonio. No pararé hasta liberarlo. Sé que algún día entenderá, me abrazará y dirá: «Gracias, mamá». Y criaremos a mi nieto sin su sombra indiferente y el humo del tabaco. No cederé: es mi batalla por la felicidad de mi niño.






