Voy a ser abuela… Pero ¿cómo aceptar que ella sea 12 años mayor que mi hijo?
A veces, especialmente después de mi divorcio con Antonio, quiero desaparecer. Escapar lejos de todo el mundo — vecinos, amigos, familiares, incluso de mi propio reflejo en el espejo. Ocultarme para reiniciarme, darle a mi corazón cansado un respiro y una oportunidad de empezar de nuevo.
En esos momentos, tomo un libro, me envuelvo en una manta, me acomodo en el sofá de mi nuevo piso, comprado después de la repartición de bienes, y simplemente respiro libertad. Mi hijo viene rara vez — Valerio, mi único, acaba de cumplir veinticinco años. Tiene su trabajo, amigos, su vida. No me sobrecarga, no exige mi atención. Y doy gracias por ello, aunque a veces la soledad sea insoportable.
Hace siete meses se mudó a la vivienda contigua Esperanza. Una mujer de mirada firme y sonrisa amable, de unos treinta años. Desde el primer encuentro me cayó bien — educada, con un alma noble. Nos hicimos amigas rápidamente. A veces ella me invitaba a tomar un café, otras yo le ofrecía una copa de vino.
La vida de Esperanza no había sido fácil: dos divorcios, un aborto espontáneo, infertilidad. Cada vez que hablaba de ello, las lágrimas llenaban sus ojos. Pero su mayor deseo era no solo tener un hijo, sino también una familia sólida, un hombre que estuviera a su lado en las buenas y en las malas.
Yo, desde mi experiencia, trataba de aconsejarla. Le decía que no era necesario encontrar al amor de su vida — que podría encontrar simplemente a una buena persona, apta como donante, y tener un hijo por sí misma. Lo importante era el niño. Y el hombre… bueno, ellos vienen y van. Pero Esperanza era inquebrantable. Buscaba no solo amor maternal, sino también amor conyugal.
Así, en el día de mi santo — el día de San Nicolás — solo invité a Valerio. Necesitábamos hablar con calma, ya que él acababa de terminar con una chica con la que había vivido tres años. Ella había elegido a otro — más rico, mayor, “prometedor”. Valerio estaba dolido, y tuve que encontrar palabras de consuelo, recordarle que todavía tenía toda la vida por delante.
De repente… llamaron a la puerta. Ahí estaba Esperanza con un hermoso ramo. Valerio y yo la invitamos a pasar, y tuvimos una velada cálida los tres juntos. Comimos, bebimos, reímos. Valerio, por primera vez en mucho tiempo, se quedó a dormir en mi casa. Yo estaba feliz: mi niño finalmente sonreía.
Pasaron semanas. Valerio empezó a venir con más frecuencia. Esperanza, en cambio, se distanció. Pero se la veía diferente — más luminosa, más tranquila. Cuando le pregunté si había pasado algo bueno, sonrió con misterio y dijo: “Tal vez. Es demasiado pronto para decirlo”.
Luego llegó el Día de San Valentín. Por la mañana, Esperanza me llamó: “Deseame suerte. Hoy es un día importante”. Por la noche la vi regresar con un gran ramo de freesias. Sola. Sin hombre, sin compañía. Me sentí un poco apenada por ella.
Pocos minutos después sonó el timbre. Abrí la puerta — y ahí estaba Valerio. Detrás de él, Esperanza. Ambos se miraron con nerviosismo, y Valerio, después de aclararse la garganta, exhaló:
— Mamá… ¡felicitaciones! Pronto serás abuela.
Mis piernas se debilitaron. ¿Esa Esperanza? ¿Mi amiga y vecina? Aquella a la que aconsejé no esperar más, tener un hijo, buscar un donante… Y resultó que el donante era mi hijo.
Dios, ¿a qué la impulsé? ¿Y cómo aceptar la diferencia de edad — ella tiene 36, él 24. Y sin embargo, sinceramente le deseaba felicidad. ¡Pero no con mi hijo!
Ahora estoy sentada en silencio, pensando: ¿qué hacer? Por un lado — un nieto o nieta. Alegría. Por otro — sorpresa y dolor. Pero el corazón… también anhela calor. Tal vez ellos han encontrado su felicidad en esta extraña y desigual unión.
Probablemente tendré que aprender a perdonar. Aceptar. Y recordar que la vida no siempre sigue un guion. Pero si en ella aparece un niño — significa que continúa.







