Un anciano de 91 años salvó a un cachorro, sin imaginar que pronto el cachorro lo salvaría a él
Después de la pérdida de su esposa e hijo, Gregorio dejó de creer en milagros. Su vida en una pequeña aldea cerca de Salamanca se volvió una sucesión de días grises, donde cada paso resonaba con el dolor en sus viejos huesos. Sin embargo, todo cambió el día que encontró a un cachorro abandonado en una caja rota al lado del camino. Dos años después, cuando su perro desapareció, la búsqueda llevó al anciano a un milagro que nunca había osado soñar.
El viento frío del otoño arrastraba las hojas por el sendero desierto que conducía a la antigua ermita. Gregorio caminaba despacio, apoyándose en su gastado bastón, y cada paso era un desafío. A los 91 años se movía con cautela, y cada respiro le recordaba cuán larga y solitaria había sido su vida. Tras la muerte de su esposa Ana y su hijo Pablo en un terrible accidente hace muchos años, su mundo se derrumbó, dejando sólo vacío.
La niebla se arrastraba por la tierra, envolviendo todo en una lóbrega bruma, cuando un débil sonido lo hizo detenerse. Un gemido lastimero, apenas audible, provenía de una caja de cartón mojada, dejada al borde del camino. Las articulaciones, torturadas por la artritis, protestaron al agacharse él, quejumbroso, para echar un vistazo. Dentro temblaba un diminuto cachorro, un bulto blanco y negro con enormes ojos suplicantes. En la tapa de la caja colgaba una nota: “Cuida de él, por favor”.
El corazón de Gregorio, endurecido por el dolor y la soledad, se conmovió. Susurró, mirando a los ojos del animal:
—Parece que Dios no se ha olvidado de mí…
Con manos temblorosas levantó al pequeño, lo arropó en su vieja chaqueta y comenzó el camino de regreso a casa. La ermita podría esperar, ese pequeño ángel necesitaba de él más que nadie.
Llamó al cachorro Leo, como Ana hubiera querido llamar a su segundo hijo, que el destino no les permitió tener. En los bondadosos ojos del perro había algo de la dulzura de ella, y el nombre llegó a su alma como si fuera propio.
—Espero que llegues a quererme, pequeñín, —le dijo Gregorio, y el cachorro respondió moviendo su diminuto rabito.
Desde el primer día, Leo irrumpió en la vida del anciano, llenándola de alegría y ladridos. Creció hasta convertirse en un perro grande con una mancha blanca en forma de estrella en el pecho. Por la mañana le traía las zapatillas y por la tarde se sentaba junto a él mientras tomaba el té, como entendiendo que el anciano necesitaba de su calor. Durante dos años fueron inseparables. Leo se convirtió en la razón por la que Gregorio se levantaba cada mañana, salía a la calle y sonreía al mundo. Sus paseos vespertinos por el pueblo se volvieron una imagen habitual: el anciano encorvado y su fiel perro caminando juntos al atardecer.
Pero un jueves de octubre, ocurrió algo terrible. Leo estuvo inquieto todo el día: las orejas le temblaban, aullaba cerca de la ventana. Ese día el pueblo estaba agitado: cerca, en un huerto abandonado, una manada de perros callejeros se había reunido. Luego, Gregorio supo que les había atraído el celo de una perra. Leo se agitó junto a la puerta, gimiendo como si algo lo llamara afuera.
—Tranquilo, compañero —dijo suavemente el anciano, tomando la correa—. Salimos después de comer.
Pero la inquietud de Leo solo aumentó. Cuando Gregorio lo dejó salir al patio cerrado, como hacía siempre, el perro se dirigió al rincón más alejado, pendiente del ladrido distante. El anciano entró a preparar la cena, pero quince minutos después, al llamar a Leo, no obtuvo respuesta. El portón estaba entreabierto, en el buzón había una carta. Pero el perro no estaba. ¿Habría olvidado el cartero cerrar? La angustia oprimió el pecho de Gregorio. Lo llamó con voz rota, recorriendo el jardín, pero había desaparecido.
Las horas se convirtieron en días. Apenas comía ni dormía. Permanecía en el porche, sosteniendo el collar de Leo. Las noches se hicieron insoportables —el silencio al que se había acostumbrado ahora desgarraba su alma— y el tic-tac del viejo reloj golpeaba sus nervios. Cuando el vecino, Juan, llegó con la noticia de un perro atropellado en la carretera, las piernas de Gregorio flaquearon. Su corazón se hizo añicos. Al descubrir que no era Leo, suspiró aliviado, pero sintió culpa al instante. Dio sepultura a aquel perro, murmurando una oración, no podía dejarlo sin despedida.
Dos semanas de esperanza se desvanecieron. El dolor en sus articulaciones se intensificó, quizás por las búsquedas, quizás por la soledad que había vuelto. De repente, el silencio fue roto por el timbre del teléfono.
—Don Gregorio, soy el guardia Sergio —la voz temblaba de emoción—. No estoy de servicio, pero caminaba cerca del bosque por el viejo molino. Se oye un ladrido desde un pozo abandonado. Creo que es su perro. Venga rápido.
El anciano, temblando, agarró su bastón y fue corriendo a la casa de Juan, suplicándole que lo llevara. En el pozo, Sergio los esperaba con cuerdas y linternas.
—Está ahí —dijo. Al iluminarlo, vi la estrella blanca en su pecho.
—¡Leo! —gritó Gregorio, con la voz quebrada—. Hijo, ¿me oyes? ¡Respóndeme!
Desde el fondo, el ladrido familiar respondió. Una hora después llegaron los rescatistas. Uno bajó y pronto la multitud aplaudió de alegría. Sacaron a Leo —cubierto de suciedad, demacrado, pero vivo. Tan pronto lo soltaron, se lanzó hacia Gregorio, derribándolo.
—Chico mío —lloró el anciano, aferrándose a su pelaje—, me has dado un susto de muerte…
La gente aplaudía alrededor, algunos se secaban las lágrimas. Una anciana de la casa vecina susurró:
—Durante dos semanas ha llamado al perro hasta quedarse sin voz. Esto es amor verdadero…
Sergio ayudó al anciano a levantarse.
—Vámonos a casa —dijo.
A la noche siguiente, la casa de Gregorio se llenó de voces. Preparó su conocido cocido madrileño mientras Leo merodeaba entre los invitados, volviendo siempre a los pies de su dueño. Más tarde, el anciano se sentó en su sillón y el perro se durmió a su lado. El viento murmuraba suavemente afuera.
—Ana siempre decía que la familia se encontraría sin importar los caminos que tomara el destino —murmuró Gregorio.
Leo movía el rabo en sueños, asintiendo. Esa noche ambos durmieron tranquilos, sabiendo que estarían juntos para siempre.