Mi hija me ha partido el alma. Creí que a sus veinticinco años sabría ser agradecida, que distinguiría el bien de la indiferencia. Pero su acto ha demostrado lo contrario: un dolor amargo, insoportable. No ha invitado a su boda a Víctor, mi marido, quien la crió desde los nueve años con devoción. En cambio, recibirá a su padre biológico, ese que la ignoró durante años desde su torre de egoísmo. Tras esta afrenta, ni una pizca de deseo me queda para pisar ese teatro de traiciones.
El divorcio de mi primer esposo, Alejandro, fue inevitable como el estallido tras la calma. Cuatro años aguanté por mi temple y los ruegos de mi suegra, que imploraba paciencia para su hijo inútil. Todo tiene límite, y el mío llegó cuando Lucía cumplió siete años. Su padre siempre relegó a la familia: solo jugaba con ella medio borracho, antes de caer en la inconsciencia etílica. Desaparecía días enteros, y al volver, defendía sus “razones” con puños que dejaban cardenales en mi piel… y en mi alma.
Al descubrir su amante, fue la gota que colmó el vaso. Imaginar que otra mujer creyó en su “tesoro” me devolvió la lucidez. Pedí el divorcio sin mirar atrás. Alejandro ni intentó luchar: recogió sus trastos, destrozó el espejo del recibidor y se marchó con aire de héroe trágico. Mi suegra, antes compasiva con su “pobrecito”, se transformó en arpía. Me culpaba de todo, envenenando a Lucía: “Tú echaste a tu papá que te adoraba”, mentira nefasta cuando él mismo nos había borrado de su vida.
Lucía siempre prefirió a su padre. Yo fui la estricta que la educaba; él, el visitante esporádico con caramelos baratos y promesas vacías. Cuando venía furioso, yo la protegía de su ira. Así, en su memoria él quedó como caballero de cuento, y yo como carcelera. Explicarle la verdad era inútil: la suegra envenenó su mente, y ella añoraba al “papá bueno” que no valía un duro roto. Tras la muerte de la suegra, la presión cesó, pero Lucía siguió idealizando a quien la abandonó.
A los nueve años de Lucía, conocí a Víctor en nuestro pueblo cerca de Segovia. Hombre bondadoso, sonrisa cálida. Me enamoré, y él correspondió. Le advertí: “Tengo una hija rebelde; quizá no te acepte”. No se echó atrás. Se casó conmigo, sabiendo lo difícil que sería. Y vino el infierno: rabietas, insultos, provocaciones de Lucía. Creí que huiría, ¿quién aguanta tanto desprecio? Pero se quedó. En dieciséis años, solo alzó la voz dos veces (con razón). La llevaba a competiciones, la recogía de fiestas, pagó su ropa y la universidad, sin reproches. Ni su ilustre padre biológico contribuyó.
En la adolescencia, Lucía se calmó. No atacaba, pero tampoco daba gracias. Esperaba que con el tiempo valorara a Víctor, tan excepcional. Sabía que veía a Alejandro. No me entrometí, pero cada cumpleaños me desgarraba: esperaba su llamada hasta medianoche… que nunca llegaba. Y seguía esperando, año tras año, ciega.
Tras estudiar fuera, volvió con su novio de la universidad. Anunció la boda. Estaba segura de que Víctor estaría con nosotros. Pero lo borró de la lista. Él disimulaba el dolor, pero vi su mirada apagada. Lucía me escupió:
—Estará mi padre. ¿Cómo imaginas a ambos juntos? ¿Quieres un circo?
Me ahogué en indignación:
—¿Invitas al que escupió tu vida y excluyes a quien te crió? ¡Eres una desagradecida! No iré. Ahora pídele todo a tu “papá”.
Intentó hablar, pero ya había cerrado la puerta.
En casa, Víctor me suplicaba: “Es tu única hija, es su día”. No puedo. Ella eligió su prioridad. Luchamos años por ella, y aún idolatra al que la abandonó. Que así sea. Lavo mis manos: basta de dolor y decepciones.