Ilusiones rotas, esperanza encontrada: cómo perdí y recuperé el amor

**Ilusiones Rotas, Esperanza Recobrada: Cómo Perdí y Volví a Encontrar el Amor**

Siempre he sido de carácter apasionado. Soñadora, impulsiva, guiada por el corazón antes que por la razón. A veces, eso me jugaba una mala pasada, y uno de esos errores casi me cuesta lo más valioso: el amor.

Todo comenzó de forma inocente, en una fiesta en los Pirineos para celebrar el cumpleaños de mi amiga Lucía. La velada fue intensa: música, vino, risas hasta el amanecer. Como en aquellos días de juventud, cuando el mundo parecía sencillo y solo importaba el presente. En un momento, el cuerpo me traicionó—demasiado cava, poco sueño, el estruendo de los altavoces. Solo recuerdo que alguien me cubrió con una manta y me acostó en el sofá.

Al despertar, me encontré con él en la cocina. Ojos azules como el cielo, sonrisa tranquila, una taza de café entre las manos. Había sido quien veló por mí aquella noche. Surgió algo entre nosotros: complicidad silenciosa, electricidad. Pasamos el día caminando por las laderas, riendo, rozando las manos. Y luego, entre montañas y nubes, llegó un beso cargado de viento, quietud y un destino que parecía escrito.

No hablamos de mañana—era innecesario. Solo existíamos. Pero al regresar a Zaragoza, la realidad reapareció con Álvaro.

Lo conocí meses antes. Hombre serio, estable, de traje impecable y palabras mesuradas. Trabajaba en un banco. Su amor no era fuego, sino calor constante. Con él me sentía segura, adulta. Hasta que me vi atrapada entre dos mundos: la pasión salvaje del desconocido y la calma racional que me ofrecía Álvaro. Dudé, vacilé… y entonces supe que estaba embarazada.

No tenía certeza de quién era el padre. No era miedo, sino angustia. Álvaro se volvió distante, frío. Un día llegó con rosas y… una despedida.

—Perdona—dijo—, debo irme. Hay razones que no entiendes, pero son importantes.

No me atreví a hablar del embarazo. Solo asentí. Quedamos en vernos en un mes, pero desapareció. Me quedé sola con mis dudas y el latido de una vida en mi vientre.

El de ojos azules, Diego, me decepcionó. Hablando de hijos, soltó una burla: «La familia ata, los hijos son lastres». Ahí vi a un extraño. Entendí que el arrebato ciega, pero no construye. Me fui sin palabras, solo me marché.

Un mes después, encontré a Álvaro. Quería contarle todo, pero su mirada era hielo.

—Me voy para siempre—anunció—. No puedo darte lo que mereces. Adiós.

Callé lo de la niña. En su voz había dolor, pero también una puerta cerrada. Decidí criarla sola. Sería mi elección. Y así fue.

Esperanza nació al alba. El nombre surgió natural: en ella estaba toda mi fe, la fuerza y el amor que no pude dar a Álvaro.

El día del alta, me entregaron un paquete para ella. Dentro, una nota: «Lo sé. Si me lo permites, quiero estar aquí». Era él. Álvaro.

Temblé al asomarme a la ventana. Estaba abajo, mirándome. Sus ojos reflejaban lo que siempre busqué: perdón, aceptación, amor.

Más tarde me confesó la verdad. Se fue por miedo: sabía que no podía tener hijos. Lo ocultó hasta que supo de mi embarazo. Quiso dejarme libre para una familia completa. Pero al encontrarse con Lucía por casualidad, ella le contó todo. Comprendió que aún me amaba. Y que quizás era el destino.

Nunca hablamos de mi error. Acogió a Esperanza como su hija. Ella creció rodeada de cariño, ajena a que alguna vez hubo dudas entre nosotros. Álvaro y yo aprendimos a vivir de nuevo: sin secretos, sin máscaras. A escuchar y perdonar.

Hoy, al mirar atrás, sé esto: a veces los errores más oscuros nos llevan al lugar correcto. Basta tener el valor de dar un paso hacia adelante. Y no soltar a quienes amas.

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