Un encuentro inesperado que desata la envidia.

Antonio se encontró con su exesposa, y de la envidia se le pusieron las mejillas color verde. Cerró con fuerza la puerta del frigorífico, haciendo que todo su contenido temblara por el golpe. Uno de los imanes que colgaba de la puerta se soltó y cayó al suelo con un sonido sordo.

María se quedó frente a él, pálida, con las manos apretadas en puños.
—¿Te sientes mejor ahora? —exhaló ella, levantando la barbilla.
—Me tienes harto, —dijo Antonio, tratando de mantener la calma aunque estaba perdiendo el control. —¿Qué clase de vida es esta? Sin alegría, sin futuro.
—¿Otra vez es mi culpa? —rió María amargamente. —Claro, no vivimos como en tus sueños.

Antonio quiso responder, pero solo agitó la mano. Abrió una botella de agua mineral, bebió un sorbo directamente y la dejó sobre la mesa sin más.
—Antonio, no te calles, —dijo María con la voz temblorosa. —Di de una vez qué es lo que te molesta.

—¿Qué puedo decir? —resopló él. —Estoy harto de todo esto. ¡Que se vaya al diablo!
Se miraron en silencio durante unos segundos. Finalmente, María respiró hondo y se dirigió hacia el baño. Antonio se dejó caer pesadamente en el sofá. Desde el otro lado de la puerta se oyó el sonido del agua corriendo, probablemente María abrió el grifo para ahogar sus propias lágrimas. Pero a él le daba igual.

Una vida que se volvió rutina

Se casaron hace tres años. Al principio, vivieron en el piso que María heredó de sus padres, y luego se mudaron a una casa en las afueras, cediendo el piso a su hija. Vivían en una casa amplia, pero sin renovar, con muebles que parecían de otra época.
Antonio estaba satisfecho al principio: en el centro de la ciudad, cerca del trabajo. Pero con el tiempo, todo empezó a irritarlo. A María le encantaba su “fortaleza familiar” con los papeles pintados marrones y la alacena antigua, heredada. Antonio veía eso como estancamiento.

—María, dime, —insistía él. —¿No te gustaría cambiar este horrible linóleo amarillo? Renovar el interior, hacerlo moderno?
—Antonio, ahora no tenemos dinero de sobra para reformas, —respondía ella con calma. —Yo también sueño con cambios, pero espera a que llegue el bono.
—¿Esperar?! Esa es toda tu filosofía: aguantar y esperar.
Antonio recordaba a menudo cómo se había enamorado de María. Era una estudiante modesta, sus sinceros ojos azules y su dulce sonrisa lo habían encantado. Le decía a sus amigos: «Es un capullo que aún va a florecer». Pero ahora parecía que la flor nunca había abierto y ya se había marchitado.

María no se consideraba insignificante. Simplemente vivía como creía conveniente, encontraba alegría en las pequeñas cosas: una taza de té con menta, una servilleta nueva, una tranquila tarde con un libro. Pero Antonio veía solo rutina y estancamiento.

No se apresuraban a divorciarse; Antonio no quería volver a casa de sus padres, y una vida por separado aún no era factible. La madre de María, Teresa, siempre estaba del lado de su nuera:

—Hijo, María es una buena chica. Deberías alegrarte de tener un piso.
—¡Mamá, no entiendes nada! —se irritaba Antonio.
El padre solo agitaba la mano:
—Que lo resuelvan ellos.
En casa, Antonio cada vez se volvía más frío: “Es como una sombra, un fantasma gris…”, pensaba. En una de las discusiones dijo:
—¡Vi en ti una hermosa flor! ¿Y ahora qué? Vivo con un capullo marchito…

María, por primera vez en muchos meses, rompió a llorar.
Y, en ese día en que todo se rompió, Antonio murmuró:
—María, estoy cansado.
—¿De qué? —preguntó ella.
—De esta vida, de la interminable rutina.

María tomó su bolso y se fue. Antonio esperaba que ella regresara y le pidiera quedarse, pero ella salió tranquila:
—Probablemente sea mejor que vivas solo un tiempo. Vete.
Antonio estalló:
—¡No me iré!
—Este piso es de mis padres, —dijo María fríamente. —Y ya no quiero vivir con alguien para quien solo soy una carga.
A Antonio no le quedó otra opción que marcharse. En pocas semanas, el divorcio fue oficial.

Un encuentro que lo cambió todo

Pasaron tres años. Antonio todavía vivía con sus padres, intentaba empezar de nuevo, pero la suerte no le sonreía. El trabajo le daba poco dinero y solo encontraba consuelo en pequeñas alegrías.
Una tarde de primavera, mientras paseaba por la calle, pasó frente a un café y, al mirar por la ventana, se quedó paralizado. En la entrada estaba María.
Pero no era la María que recordaba. Frente a él estaba una mujer segura de sí misma, con un peinado impecable, un elegante abrigo y un juego de llaves de coche en la mano.

—¿María? —dijo Antonio con sorpresa.
Ella se dio la vuelta, lo reconoció y sonrió.
—¿Antonio? ¡Hola! ¿Cómo estás?
—Bien… —murmuró él, incapaz de apartar la mirada de ella.
—¿Todo bien contigo? —preguntó ella tranquilamente.
—Y parece que a ti te va aún mejor… ¿El trabajo como siempre?

—No, abrí mi propio estudio de floristería. Tenía miedo, pero… encontré a alguien que me apoyó.
—¿Quién es?
Desde una mesa en el café salió un hombre alto con un abrigo caro y abrazó a María suavemente por los hombros:
—Cariño, ya se ha liberado una mesa, ¿vamos?
—Antonio, te presento a Javier, —dijo María, dirigiéndose a él. —Nos ha encantado verte.

—Me alegro por ti, —murmuró Antonio, sintiendo cómo dentro de él crecía una dura envidia.
—Gracias, —respondió María tranquilamente.
Javier asintió, y juntos entraron en el café, dejando a Antonio de pie en el frío acera.
En otro tiempo él había dicho: «Vivo con un capullo marchito». Pero el capullo había florecido. Simplemente no a su lado.

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MagistrUm
Un encuentro inesperado que desata la envidia.