Tengo treinta años, vivo en Madrid, estoy casado y tenemos un hijo. Parecería que ya tengo mi vida adulta, pero lo que ocurrió en nuestra familia recientemente cambió mi percepción sobre el amor, la madurez y el matrimonio. Esta historia no trata de una pelea o una traición, sino de cómo, incluso después de décadas juntos, uno puede perderse… y encontrarse de nuevo.
Mi padre cumplió sesenta años. Siempre fue el pilar de nuestra familia: sereno, seguro de sí mismo, pragmático. Mi madre es dos años más joven que él, y han vivido juntos casi cuarenta años. Hasta que un día, de repente, mi padre expresó que quería divorciarse. Sin dramas ni explicaciones. Simplemente dijo que estaba cansado, que quería otra vida, más libertad, silencio, nuevas experiencias. Comentó que “la familia se había convertido en una jaula”. Inicialmente no me lo dijeron para no preocuparme, y cuando me enteré, me quedé mudo. Parecía imposible. Mi padre, el hombre que me enseñó a respetar el matrimonio, a cumplir mi palabra, a ser leal. ¿Qué había pasado?
— No se trata de otra mujer —me aseguró mi madre—. Simplemente decidió irse. Dijo que se sentía asfixiado.
Pero cómo actuó mi madre lo recordaré toda mi vida. No hubo lágrimas, ni escándalos, ni histeria. No le suplicó que se quedara. Lo invitó a hablar y le dijo tranquilamente:
— Si has decidido irte, vete. Pero tendrás exactamente seis meses. Sin dividir bienes, sin dramas, sin abogados. Vive como quieras. Prueba. Pero ten en cuenta: no te llevas ni el coche, ni los muebles, ni los aparatos. Nada. Solo la ropa. Y si en seis meses vuelves y aún quieres el divorcio, lo aceptaré sin impedimentos.
Mi padre se fue en silencio. Alquiló un estudio en las afueras. Comenzó a vivir solo. Las primeras semanas fueron de euforia. ¡Libertad! Nadie le decía que sacara la basura, que lavara la ropa, nada que explicar. Empezó a salir a citas, creó perfiles en sitios de citas, trató de “volver al juego”. Luego vi por mí mismo que las mujeres o bien le preguntaban desde el principio cuánto ganaba, o llegaban con hijos, que dejaban a su cuidado mientras ellas hacían sus cosas.
Me contó cómo un día tuvo una “cita” en el parque, cuidando a gemelos ajenos en los columpios y comprándoles helados. O cómo lo echó de casa una mujer al saber que no tenía coche ni piso a su nombre. La frase que le dijo por la espalda quedó grabada:
— ¿Acaso crees que a los sesenta alguien quiere solo a un buen hombre?
Pasaron cuatro meses. Papá empezó a perder peso, a cansarse, y se quejaba cada vez más de insomnio. Cocinaba, lavaba, cargaba bolsas pesadas. Empezó a entender cuánto hace una mujer, no solo como ama de casa, sino como el alma del hogar. Una vez incluso confundió detergente con lejía y arruinó toda su ropa de cama.
A principios del quinto mes, mamá recibió inesperadamente un ramo de flores y una nota de mi padre:
«Perdona. Fui un tonto. Quiero volver a casa, no como el dueño, sino como alguien que ha entendido que sin ti todo es un vacío».
Regresó. De rodillas. Con un regalo, con lágrimas. Papá, que siempre fue como una roca, lloraba como un niño. Mamá lo dejó entrar. No lo abrazó de inmediato, no se derritió. Le dijo:
— Vive en la habitación de invitados. Veremos si puedes arreglártelas con tu nuevo yo.
Las primeras semanas vivieron como vecinos. Papá fregaba los platos, limpiaba, cocinaba sopa. No exigía nada. Solo estaba presente. Poco a poco, mamá se fue ablandando. Comenzaron a pasear juntos, a tomar té en la cocina por las tardes. Él empezó a escuchar más, a discutir menos. En una reunión familiar que él mismo organizó para celebrar su regreso, dijo:
— Gracias. Por no expulsarme, sino dejarme ir. Y por darme la oportunidad de volver. He comprendido que la libertad no es estar solo. La libertad es estar al lado de alguien que te acepta tal como eres.
Ahora están juntos. Él la respeta más que nunca. Ayuda, agradece, incluso ha aprendido a hacer pasteles por su nieto. Y yo los observo y entiendo que en la vida hay crisis, aterradoras como tormentas. Pero si al timón hay una mujer sabia, el barco no se hunde. Mi madre es así. Tranquila, fuerte, amorosa. Y si no fuera por su dignidad y paciencia, nuestra familia podría no existir ya.