Ilusiones rotas, esperanza encontrada: cómo perdí y recobré el amor

Ilusiones Rotas, Esperanza Encontrada: Cómo Perdí y Recuperé el Amor

Siempre fui de corazón ardiente. Romántica, impulsiva, guiada por las emociones antes que por la razón. A veces, eso me traicionaba, y uno de esos errores casi me cuesta lo más valioso: el amor.

Todo comenzó en una fiesta en la sierra, durante el cumpleaños de mi amiga Lucía. La celebración fue intensa: música, vino, risas hasta el amanecer. Como en aquellos días juveniles en que el mundo parecía sencillo y solo importaba el presente. En un momento, el cuerpo me dijo basta: demasiado cava, poco sueño, el estruendo de los altavoces. Solo recuerdo que alguien me cubrió con una manta y me acostó en el sofá.

Al despertar, con resaca, bajé a la cocina y lo vi. Ojos verdes, sonrisa tranquila, una taza de café entre las manos. Él había sido mi ángel guardián aquella noche. Y de pronto, surgió algo: complicidad silenciosa, electricidad. Pasamos el día juntos, paseando por senderos, riendo, rozando las manos. Luego, entre montañas y cielo, un beso cargado de viento, quietud y un presentimiento de destino.

No hablamos de mañana; sobraban las palabras. Solo existíamos. Pero al regresar a Madrid, la realidad reapareció… junto a Pablo.

Lo conocí meses antes. Hombre serio, estable, de traje impecable y empleo en un banco. Su amor no era fuego, sino brasa constante. Con él, me sentía segura, adulta. Era el ancla que creía necesitar.

Quedé atrapada entre dos mundos: la pasión salvaje del desconocido y la calma racional de Pablo. Dudaba, vacilaba… hasta que supe que estaba embarazada.

No tenía certeza de quién era el padre. No era miedo, sino angustia. Pablo, por esos días, se volvió distante. Hasta que una tarde llegó con rosas… y una despedida.

—Perdona —dijo—, debo irme. Hay razones que no entiendes, pero son importantes.

No mencioné el embarazo. Solo asentí. Quedamos en vernos en un mes, pero desapareció. Me quedé sola con mis dudas y el latido bajo el pecho.

El de ojos verdes, entretanto, me defraudó. Hablamos de hijos y soltó, con sarcasmo: «La familia ata, los hijos son lastres». Ahí vi a un extraño. Comprendí: el arrebato ciega, pero no sostiene. Me marché sin drama.

Un mes después, al fin vi a Pablo. Quería confesarlo todo. Pero él era hielo.

—Me voy para siempre —anunció—. No puedo ofrecerte lo que mereces. Adiós.

Callé lo de la niña. En su voz había dolor, pero también un portazo. Decidí criarla sola. Sería mi elección. Y así fue.

Esperanza nació al alba. El nombre vino solo: en ella estaba toda mi fe, la fuerza, el amor que no di a Pablo.

El día del alta, me dieron un paquete para ella. Dentro, una nota: «Lo sé. Si me lo permites, quiero estar aquí». Era él. Pablo.

Temblando, me acerqué a la ventana… y lo vi abajo. Miraba hacia arriba, con esa mirada que siempre busqué: perdón, aceptación, amor.

Después me contó todo. Su partida fue por miedo: sabía que no podía tener hijos. Lo ocultó. Al enterarse de mi embarazo, quiso liberarme para que tuviera una familia completa. Pero al encontrarse con Lucía por casualidad, ella le reveló la verdad. Entendió que aún me amaba. Y que quizás era el destino.

Nunca hablamos de mi error. Aceptó a Esperanza como su hija. Ella creció rodeada de cariño, sin saber que alguna vez hubo dudas entre nosotros. Pablo y yo reconstruimos nuestra vida sin secretos, sin máscaras. Aprendimos a escuchar y perdonar.

Hoy, al mirar atrás, sé esto: a veces los errores más oscuros nos llevan al lugar correcto. Basta tener el valor de dar un paso hacia adelante… y no soltar a quien amas.

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