Reencuentro explosivo: ¡El exmarido se ruborizó de envidia!

Enrique se encontró con su exesposa, y de los celos sus mejillas se tornaron casi verdes. Cerró la puerta del frigorífico con tal fuerza que su contenido tembló por el impacto. Uno de los imanes que colgaban de la puerta se despegó y cayó al suelo con un sonido seco.

Sofía estaba frente a él, pálida, con las manos apretadas en puños.
— ¿Te sientes mejor ahora? — suspiró ella, alzando la barbilla.
— Me tienes harto, — explotó Enrique, aunque intentaba mantener la calma. — ¿Qué clase de vida es esta? Sin alegría, sin futuro.
— Así que, ¿otra vez es mi culpa? — sonrió amargamente Sofía. — Claro, no vivimos como en tus sueños.

Enrique quiso responder, pero solo agitó la mano. Abrió una botella de agua mineral, tomó un trago y la dejó en la mesa sin más.
— Enrique, no te quedes callado, — dijo Sofía con voz temblorosa. — Dime de una vez qué te molesta.

— ¿Qué hay que decir? — sonrió sarcásticamente él. — Estoy harto de todo esto. ¡Al diablo!
Se miraron en silencio durante unos segundos. Finalmente, Sofía respiró hondo y se dirigió al baño. Enrique se dejó caer pesadamente en el sofá. Desde detrás de las puertas se oyó el sonido del agua: Sofía había abierto el grifo, intentando ahogar sus lágrimas. Pero a él no le importaba.

Una vida convertida en rutina

Se casaron hace tres años. Primero vivieron en el piso de Sofía, que ella había heredado de sus padres, y luego se mudaron a una casa de campo, trasladando el piso a nombre de su hija. Vivían en un hogar amplio pero sin renovar, con muebles que recordaban épocas pasadas.
Al principio, Enrique estaba satisfecho: céntrico, cerca del trabajo. Pero con el tiempo todo comenzó a irritarle. A Sofía le encantaba su “fortaleza familiar” con papeles pintados marrones y un antiguo aparador heredado. Enrique, en cambio, veía estancamiento en ello.

— Sofía, dime de una vez, — repetía él. — ¿No te gustaría cambiar ese horrible linóleo amarillo? Modernizar el interior, hacerlo actual.
— Enrique, ahora no tenemos dinero extra para reformas, — respondía ella con calma. — Yo también sueño con cambios, pero esperemos al bono.
— ¿Esperar?! Esa es toda tu filosofía: aguantar y esperar.
Enrique a menudo recordaba cómo se enamoró de Sofía. Ella era una estudiante modesta, sus ojos azules sinceros y su dulce sonrisa lo cautivaban. Les decía a sus amigos: «Es un botón que aún florecerá». Pero ahora parecía que esa flor nunca se abrió y ya estaba marchita.

Sofía no se consideraba invisible. Simplemente vivía como creía conveniente, disfrutaba de los pequeños placeres —una taza de té con menta, un nuevo servilletero, una noche tranquila con un libro—. Pero Enrique veía en eso estancamiento y rutina.

No tenían prisa por divorciarse —Enrique no quería volver con sus padres, y vivir por separado todavía no era posible—. La madre de Sofía, María del Carmen, siempre estaba del lado de su hija:

— Hijo, Sofía es una buena chica. Alégrate de que tengas un piso.
— ¡Mamá, tú no entiendes nada! — se enfadaba Enrique.
El padre solo agitaba la mano:
— Que él mismo lo resuelva.
En casa, Enrique se iba enfriando cada vez más: «Es como una sombra, como un fantasma gris…», pensaba. En una de las peleas gritó:
— ¡Yo veía en ti una flor hermosa! ¿Y ahora? Vivo con un botón congelado…

Sofía entonces lloró por primera vez en meses.
Y aquel día, cuando todo se vino abajo, Enrique murmuró en voz baja:
— Sofía, estoy cansado.
— ¿De qué? — preguntó ella.
— De esta vida, de la rutina interminable.

Sofía tomó una bolsa y se fue. Enrique esperaba que ella volviera a pedirle que se quedara, pero salió tranquila:
— Tal vez realmente te convenga vivir por separado. Múdate.
Enrique explotó:
— ¡Yo no me iré!
— Este es el piso de mis padres, — dijo Sofía fríamente. — Y ya no quiero vivir con alguien a quien solo le soy una carga.
Enrique no tuvo más remedio que irse. Semanas después, su divorcio se hizo oficial.

Un encuentro que lo cambió todo
Pasaron tres años. Enrique aún vivía con sus padres, intentaba comenzar una nueva vida, pero la suerte no le sonreía. El trabajo apenas le daba dinero, y solo aumentaban las pequeñas alegrías.
Una tarde primaveral, mientras caminaba por la calle, pasó frente a un café y, al mirar por la ventana, se detuvo sorprendido. En la puerta estaba Sofía.
Pero no era la misma Sofía que recordaba. Delante de él estaba una mujer segura de sí misma con un peinado impecable, un elegante abrigo y un manojo de llaves de coche en mano.

— ¿Sofía? — dijo Enrique con sorpresa.
Ella se giró, lo reconoció y sonrió.
— ¡Enrique! Hola, ¿cómo estás?
— Pues… bien, — murmuró él, incapaz de apartar la mirada de ella.
— ¿Todo te va bien? — preguntó ella con calma.
— Parece que a ti te va aún mejor… ¿Trabajas como siempre?

— No, abrí mi propio estudio de flores. Da miedo, sí, pero… apareció alguien que me apoyó.
— ¿Quién?
Desde una mesa del café apareció un hombre alto con un abrigo caro que abrazó suavemente a Sofía por los hombros:
— Cariño, ya hay mesa disponible, ¿vamos?
— Enrique, te presento a Álvaro, — dijo Sofía dirigiéndose a él. — Nos alegra verte.

— Me alegro por ti, — dijo Enrique en voz baja, sintiendo una dura envidia dentro de sí.
— Gracias, — respondió Sofía tranquilamente.
Álvaro asintió, y juntos entraron al café, dejando a Enrique de pie en la acera fría.
En algún momento él había dicho: «Vivo con un botón congelado». Pero el botón finalmente floreció. Solo que no a su lado.

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