Me llamo María González y resido en un pintoresco rincón de Burgos, allí donde las viejas piedras de Castilla y León susurran historias del pasado. Hace poco, fui a la consulta del dermatólogo y me senté en la sala de espera. A mi lado se acomodó una dama elegante, con una sonrisa cautivadora. Comenzamos a conversar, y sus palabras pronto transformaron mi forma de ver la vida. No era solo una conversación amena, sino un relato inspirador que me llevó a cuestionar aquello que consideraba inmutable.
Desde el primer instante me llamó la atención su estilo: manos cuidadas, un peinado impecable, ropa que parecía hecha a medida. Pensé que tendría unos 50 años, no más. Sin embargo, mencionó que había superado los 70. Me sorprendí al darme cuenta de que ni sus ojos ni su piel delataban su edad. Estaba llena de vida y energía, muy distinta de otras personas de su generación, encorvadas por los años y las preocupaciones. Esta mujer brillaba, y yo no podía apartar la mirada.
Me contó su vida con una franqueza luminosa. Estuvo casada dos veces y ahora estaba sola. Su primer marido, Fernando, la dejó cuando eran todavía jóvenes. El motivo era sencillo y cruel: ella no deseaba tener hijos. Desde el principio se lo dejó claro: soñaba con un matrimonio sin cunas y cochecitos. Pero al cumplir los treinta años, él empezó a presionarla: “Una familia completa incluye hijos, es hora de pensarlo”. Su instinto maternal nunca se despertó, y así, decidió no traicionar sus deseos. Hablaron con sinceridad, pero sus caminos se separaron; el divorcio fue mejor que una vida de mentiras.
Su segundo matrimonio fue con Carlos, un hombre divorciado con una hija. Él tampoco quería más hijos, lo cual los unió aún más. Vivieron en armonía, sin tocar el tema de tener hijos. Carlos incluso se alegraba de que ella compartiera su perspectiva. Trágicamente, un accidente de tráfico lo llevó antes de tiempo. Ella se quedó sola, pero la soledad no la agobió; más bien se convirtió en su libertad. “Soy feliz”, me dijo, mirándome a los ojos. “No tengo que ajustarme a las expectativas de nadie, vivo para mí”. En su voz había fuerza y serenidad, sin el más mínimo pesar.
Compartió historias de sus amigas, quienes siempre pusieron sus esperanzas en sus hijos. Ahora, solo suspiran al recordar que sus hijos tomaron caminos propios, dejando un vacío tras de sí. “Los hijos no están para cuidar de nosotros en la vejez”, comentó. “He visto eso y, por eso, nunca quise tenerlos”. Su vida está llena: viajes, libros, paseos matutinos al lado del río. La ausencia de hijos no es un vacío en su alma, sino alas que la mantienen a flote.
“¿Y qué hay del vaso de agua en la vejez?”, le pregunté, recordando el dicho popular. Ella se rió: “No moriré ni de sed ni de enfermedad. Mientras otros gastaban todo en sus hijos, yo ahorraba. Ahora tengo suficiente para contratar a una cuidadora para mis últimos días”. Sus palabras eran un desafío, no a la sociedad, sino al miedo de que sin hijos la vida carezca de significado. Ella había probado lo contrario: a sus 70 años, florece en lugar de marchitarse, vive disfrutando del presente, sin esperar gratitud ajena.
Mirándola, pensé en cómo a menudo nos encasillamos por temor a ser juzgados. Ella escogió su camino: sin voces infantiles en casa, sin pañales ni noches en vela, y esa elección la liberó. Su historia es un espejo: veo en ella a una mujer que no se rindió ante el “deber ser”. Su primer marido se fue, el segundo falleció, pero ella construyó una vida en la que es feliz en su propia compañía. Sus amigas se quejan de la indiferencia de sus hijos, mientras ella saborea su café matutino en silencio, sonriendo al nuevo día.
Ahora me cuestiono: ¿Y si tiene razón? Sus palabras me afectaron profundamente. He visto a conocidos envejecer en soledad a pesar de tener hijos, ver sus esperanzas desvanecerse cuando éstos olvidan llamar. Pero ella, a sus 70 años, no espera ayuda, no vive en el pasado ni anhela lo que no fue. Es libre como el viento sobre el Duero, y más feliz que nadie que conozca.
¿Qué opinan ustedes? ¿Concordarían con una elección así? Su vida es un desafío a los estereotipos, una prueba de que la felicidad no está en los hijos, sino en ser fiel a uno mismo. Salí del consultorio con su sonrisa grabada en mi memoria y pensando: quizá ha llegado el momento de dejar de temer a mis propios deseos. Ella no lamenta nada, y eso me lleva a replantearme todo lo que he creído.