Hoy cumplí cincuenta años, y de pronto una verdad brutal me atravesó el pecho como un relámpago.
Mi hija, Lucía Fernández, vive en un pueblo cercano a Valencia y ha formado una familia numerosa: seis hijos nacidos uno tras otro, con apenas un año o dos de diferencia. Se casó joven, terminando aún sus estudios mientras aprobaba exámenes con un bebé en brazos. Yo, su padre, corría a ayudarla, cuidando a los pequeños. Cuando enfermaban, velaba junto a ellos, consolándolos sin dormir. Ahora, al mirar atrás, veo claramente: todo el peso recayó sobre mí mientras Lucía no paraba de dar a luz. Y, maldita sea, ¡antes incluso me enorgullecía! Me deleitaba siendo el abuelo, observando crecer a mis nietos, celebrando cada logro.
Tras la boda de Lucía, mi esposa me abandonó. Fue un golpe bajo, pero el nacimiento de mi primer nieto me salvó, arrancándome del pozo de la soledad. Llegó el segundo, el tercero, el cuarto… Por entonces, me jubilé anticipadamente por mi discapacidad —una pierna más corta de nacimiento— y el cuerpo empezó a flaquear. Me sumergí en un remolino de obligaciones, olvidando que merezco una vida propia, sueños propios.
Hace unos días, acumulé trámites personales postergados durante meses por estar absorto en los niños. Cansado pero firme, me acerqué a Lucía: «Quiero volver a mi casa, al piso en las afueras. Es hora de que te ocupes tú». Su respuesta me azotó como un latigazo:
—¿A qué casa? ¡Tengo cita con las amigas y nadie más cuidará a los pequeños! No irás a ningún lado. Quédate y ocúpate, total no tienes nada mejor que hacer. ¡Miradlo, con sus «problemas importantes»!
Me quedé petrificado. Sus palabras resonaban en mi cabeza mientras la rabia hervía dentro. Sin decir nada, di media vuelta. ¡Que se las apañe sola por una vez! Ella los trajo al mundo, no yo.
Aquella escena me marcó como un hierro al rojo. En parte, Lucía tiene razón: mi existencia se desvaneció entre sus hijos. En casa solo limpio y lavo —un ciclo eterno de tareas ajenas. Abandoné los libros que amaba, perdí contacto con amigos. Cuántas veces cancelé planes usando a los nietos como excusa, hasta que dejaron de contar conmigo. ¡Y podría reservar aunque fuera un maldito día al mes para sentirme vivo!
Medio siglo pasó volando. ¿Qué me queda? Soy una sombra que vive para otros, diluida en sus necesidades. Pero he decidido: basta. Nadie vivirá por mí. Sí, adoro a mis nietos, y si necesitan ayuda verdadera, acudiré. Pero ahora es mi momento. De respirar hondo, no de asfixiarme en sombras ajenas.
Ya tengo planes: llamaré a los viejos amigos con los que pescaba en el Guadalquivir, haré largas caminatas junto al río, quizá retome mi antigua afición de tallar figuras en madera. Tengo pasiones, alegrías —pequeñas y grandes— que enterré bajo montañas de obligaciones. Amo a esos niños con el alma, pero debo cuidarme también. Para que ningún día más se pierda en vano, para ver por fin la luz al final del túnel. Cincuenta años no son el final, sino el comienzo. Y pienso demostrarlo.







