—¡Buenos días! ¡Llamo por el anuncio de la habitación!
En el umbral del piso de Juana Martínez estaba una auténtica «ratoncita gris»: vaqueros desgastados, camiseta lavada mil veces, zapatillas ajadas y una bolsa de tela sencilla. El pelo rubio ondulado recogido en una coleta baja. Ni rastro de maquillaje. Solo destacaban aquellos ojos azules, enormes como el cielo de Castilla.
Juana la escudriñó y asintió: —Pasa.
—Escúchame, niña: luz apagada cuando no se use, agua sin derrochar y silencio tras las diez. ¿Claro? Nada de visitas. ¿Alguna duda?
La joven sonrió: —Entendido.
«Sumisa —pensó Juana—. Como se estila poco hoy. De pueblo, sin duda».
Resultó llamarse Lucía García, de un pueblo de Extremadura donde su familia tenía una granja. Venía a estudiar Veterinaria.
—¡Ah! Para curar cerdos —resopló Juana.
Lucía no se inmutó: —Y vacas, caballos, mascotas… Todos merecen cuidado.
—¡Con lo que faltan médicos para personas! —refunfuñó la mujer.
***
La inquilina caía bien: callada, ordenada, hacía la comida y hasta compartía. Sus tortitas eran obra maestra: finas como encaje, doradas, que se deshacían en la boca. Juana no podía resistirse. Hasta surgió cierta complicidad entre ellas, tomando café por las tardes.
Todo iba bien hasta que volvió Miguel, el hijo de Juana, tras trabajar en el País Vasco. Alto, fuerte, de mirada intensa («igual que su padre», suspiraba Juana). Ella lo llamaba «Michel» afectuosamente, aunque él torcía el gesto.
Criado solo por su madre, Juana lo consideraba posesión exclusiva. Verlo reír con Lucía en la cocina, devorando tortitas y lanzándole miradas, la heló. «¡Mi niño tiene mal gusto!», pensó, clavándose las uñas en las palmas.
***
Desde entonces, todo en Lucía le irritaba: cómo barría, cómo hablaba, hasta las tortitas le sabían a traición. Pero lo peor eran los ojos de Miguel, llenos de algo que jamás le dedicó a ella. «¡Ni una mirada así me ha dado nunca!», lloraba en la almohada.
—¡Cría cuervos…! —gritaba por teléfono a su amiga Rosa Fernández, viuda como ella—. ¡Esa extremeña le ha hechizado!
Rosa avivó el fuego: —Cuidado no le haga un embrujo…
Juana, aunque racional, enloquecía imaginando a otra mujer robándole a su hijo. Tramó mil planes para desprestigiarla, sin perder su propia dignidad. Hasta que Miguel llegó con anillo y flores para pedirle matrimonio a Lucía.
—¡Descarado! —Juana rugió esa noche—. ¡Prefiere a esa intrusa!
Al amanecer, vio sus pendientes de esmeraldas, heredados de su abuela. Lucía siempre los admiraba. «Esto te hundirá», musitó, guardándolos en su bolso.
***
Al desayuno, Juana actuó: —¿Michel? ¿Has visto mis pendientes?
Miguel negó. Ella miró a Lucía: —¿Tú sí?
La joven enrojeció: —¡Nunca robaría!
—¡Claro, tus padres extremeños los querrán vender! —escupió Juana.
—Mi familia es honrada —replicó Lucía temblorosa.
—¡Devuélvelos y lárgate!
Miguel, al registrar el bolso de su madre, halló los pendientes.
—¿Cómo pudiste, mamá? —murmuró, desolado.
—¡Fue un error! —balbuceó ella.
—Nos vamos. —Él tomó la mano de Lucía—.
***
En su nuevo piso, se casaron. Meses después, Rosa llamó: —Juana está en el hospital. Infarto.
Lucía preparó caldo de polla, empanadillas y fue corriendo. Miguel se negó a acompañarla.
—¿Por qué no vino Michel? —preguntó Juana débil al ver a Lucía.
—Está ocupado.
La anciana lloró: —Perdóname… Vuelvan a casa.
—Solo hubo malentendidos —sonrió Lucía.
Al alta, Juana se mudó con ellos. Luego, todos partieron a la granja extremeña de los García: casa amplia, aire puro. Juana, entre gallinas y huertos, encontró paz. Más cuando nació Javier, su nieto.
Ahora repite: —Aquella inquilina fue bendición.
Y así, entre tortitas y atardeceres rurales, aprendió que el amor, a veces, llega disfrazado de lo que más temes.