Del dolor nació el amor: ¡bendigo a Dios por enviarme a Sergio!
Me llamo Ana Martínez y vivo en Guadalajara, donde la ribera del Tajo acaricia las tierras castellanas. Desde niña, los niños me volvían loca: pasaba horas observando a los pequeños del barrio, soñando con el día en que tendría uno propio. A los 25, ese anhelo me quemaba por dentro. Me quedaba paralizada en el parque, viendo correr a los críos entre risas y caídas, mientras el corazón me latía con fuerza por ser madre.
David fue mi primer amor verdadero. Planeábamos bodas y futuros, y cuando descubrí mi embarazo, la felicidad me inundó como un torrente. Ya imaginaba nuestro hogar, nuestro bebé. Pero para él fue un mazazo. Palideció, se encerró en sí mismo, y al poco tiempo abandonó nuestro piso sin una palabra. Me quedé sola: abandonada, con un hijo en el vientre y el alma rota. Nunca más volví a verle. Las noches se hacían eternas, devorada por dudas: abortar, dar al niño en adopción, criarlo sola. Las dos primeras opciones las rechacé al instante—habrían sido traicionarme. La tercera me aterraba: sabía que enfrentaría el reproche de mis padres, pero estaba dispuesta a luchar.
La noche trae consejo, dicen, y al amanecer brotó una esperanza. Ese día, camino al trabajo con el alma en vilo, me topé con Sergio en el portal. Mi vecino—alto, amable, que siempre buscaba ayudarme con la compra o lanzarme miradas tímidas—me preguntó por David. Sin entender por qué, le conté todo: el dolor, el miedo, la soledad. Esa tarde me esperó en la entrada con un clavel rojo. Un mes después, nos casamos. Yo rechazaba la boda por orgullo, pero él insistió: «Confía, todo irá bien».
Mi marido era oro puro: tierno, listo, entregado. Pero yo no le amaba. Cuando nació Lucía, hizo magia: en cuatro días transformó la casa, pintando paredes y creando un cuarto de cuento para ella. Los amigos le ayudaban, y yo veía cómo brillaba de orgullo. Algo se removió en mí—un calor leve—pero sin chispa. Él seguía luchando por mi corazón, incansable, mientras yo permanecía fría como el mármol.
La vida nos golpeó de nuevo. Nuestro hijo llegó débil, enfermo. Los médicos susurraban: «Dejadlo, será mejor». Miré a Sergio—su terror reflejaba el mío—y nos aferramos el uno al otro como náufragos. Una semana después, el pequeño murió. Lloramos abrazados toda la noche, él murmurando que quizás nuestro niño descansaba sin dolor. Esa pérdida nos quebró, pero nos unió como cemento fresco. Esa noche sentí por primera vez que le amaba—no por gratitud, sino con el alma entera. Del dolor, como de cenizas, brotó amor.
Después llegaron los milagros: dos terremotos rubios llamados Pablo y Diego. Ahora la casa retumba de vida. Estoy loca por Sergio, padre de mis hijos, mi salvación. Me rescató cuando me hundía en la oscuridad. Creo que Dios lo envió para caminar juntos entre lágrimas hasta el día en que cuidemos de nuestros nietos. Cada mañana le miro y pienso: gracias por existir. Gracias por no rendirte. De nuestra pena creció una felicidad sólida como el granito. Y sé que con él, llegaré hasta el final.