«¡No me llames más, mamá, estoy ocupada!» — grité al teléfono. Y mi madre no volvió a llamar…
Me llamo Carmen Ledesma y vivo en Tordesillas, donde el Torreón de la Plaza Mayor se alza como un silencioso testigo del pasado. Nunca olvidaré ese día. «¡No me llames más, mamá, estoy ocupada!» — solté al teléfono, colgando furiosamente. Entonces, sentía que tenía razón. El trabajo me presionaba, los plazos se acercaban y mis nervios estaban al límite. Las llamadas de mi madre y sus constantes «¿Has comido? ¿Cómo estás? ¿No estás cansada?» me sacaban de quicio. Me asfixiaba con su cuidado, me faltaba el aire para simplemente vivir mi propia vida. En ese momento, solo deseaba una cosa — silencio.
Y mi madre se quedó en silencio. No llamó ni ese día, ni al siguiente, ni la semana después. Al principio, ni lo noté — demasiado inmersa en mi caos. Me alegraba esa ausencia: ya nadie venía con preguntas tontas ni para recordarme que no era dueña de mi vida. Me sentía libre — o eso creía yo. Pasaron dos semanas. Una noche, sentada sola con una taza de café frío, de repente me di cuenta: ¿por qué su voz no suena en mi cabeza? «¿Está ofendida? ¿El orgullo le juega una mala pasada?» — pensé, mirando el teléfono. Ninguna llamada perdida, ningún mensaje. Un vacío.
Suspiré y decidí llamarla yo. Los tonos sonaron uno tras otro, pero no hubo respuesta. «Claro, al rechazarla, ahora ella me ignora», — murmuré, molesta por su testarudez. Al día siguiente, volví a llamar, y otra vez, silencio. Un nudo helado comenzó a formarse en mi pecho. ¿Y si algo había pasado? Recordé sus palabras, dichas alguna vez, con suavidad y cariño: «Siempre estaré aquí si quieres hablar». ¿Y si ya no podía estar aquí? El corazón se me encogió de terror.
Lo dejé todo — trabajo, tareas, planes — y me dirigí a toda prisa a su casa en un pueblo cerca de Tordesillas, donde había vivido los últimos años. Mientras abría la puerta con mis llaves, sentía la sangre latiendo en mis sienes. Dentro, todo estaba en silencio — un silencio mortal y opresivo. Llamé: «¿Mamá?» — mi voz temblaba, pero no hubo respuesta. Estaba en la cama, sujetando el teléfono con manos heladas. Los ojos cerrados, el rostro tranquilo, como si solo estuviera durmiendo. Pero yo sabía que ya no estaba.
En la mesita de noche había una taza de té — fría, intacta, símbolo de su soledad. Al lado, un viejo álbum. Lo abrí con manos temblorosas — en la primera página había una foto de mi infancia: yo, pequeña, en su regazo, y ella sonriendo, abrazándome. Las lágrimas nublaron mi vista, un nudo se formó en mi garganta. «¿Cuándo sucedió? ¿Me llamó al final? ¿Quiso despedirse?» Tomé su teléfono — mis manos temblaban como en una fiebre. El último número marcado — el mío. La fecha — el mismo día en que le grité que se alejara de mi vida. Ella obedeció. Ya no llamó más.
Ahora soy yo quien llama. Todos los días, todas las noches. Marco su número, escucho los tonos interminables, esperando un milagro que no sucederá. El silencio en el teléfono corta más que un cuchillo. Imagino cómo se quedó allí, sola, sujetando el teléfono, esperando mi voz, mientras yo la rechacé — de manera brusca, despiadada. El trabajo, el estrés, las tareas — todo lo que consideraba importante, se esfumó, dejándome con un vacío imposible de llenar. Ella solo quería cuidarme, y yo lo veía como una carga. Ahora lo entiendo: sus llamadas eran el hilo que nos mantenía unidas, y yo misma lo rompí.
Camino por su casa, toco sus cosas — su vieja manta, su taza desgastada, el álbum de fotos donde somos felices. Cada detalle grita lo que he perdido. Mamá se fue, sin despedirse, porque no le di la oportunidad. Mi última frase — «¡No me llames!» — se convirtió en su sentencia y mi condena. Grito al vacío, la llamo, pero solo escucho el eco de mi culpa. Ella no volverá a llamar, y yo no dejaré de llamarla — esperando que, de algún modo, en algún lugar, me perdone. Pero el silencio es mi respuesta eterna, y con él, ahora vivo, llevando este dolor como una cruz pesada.