Álvaro examinó detenidamente su escritorio. Normalmente en él reinaba el desorden creativo, como solía decirse. Pero hoy planeaba irse más temprano. Era su cumpleaños, un pequeño aniversario. Además, había pedido una semana de vacaciones para descansar con su familia en las lagunas, así que decidió ordenar su espacio de trabajo. “Bueno, parece que ya está todo en orden”, pensó. La mirada de Álvaro cayó sobre una fotografía en una esquina del escritorio, y en su corazón sintió una leve tristeza, una añoranza por lo que es querido pero irrecuperable. Fotografías similares, solo que ampliadas, colgaban en su habitación en el piso de sus padres y en su propio salón. Aquel día lo recordaba perfectamente, aunque ya habían pasado varios años. Y no solo porque coincidiera con su cumpleaños.
Álvaro y su hermano estaban sentados en un banco frente a su edificio. El mayor relataba la trama de la última película de acción que había visto en el cine. Tan entusiasmados estaban que no notaron cuando llegó el coche de su padre. Los devolvió a la realidad su voz alegre. “Hola, hijo. Feliz cumpleaños”. Su padre sonreía al darle a Álvaro un obsequio de entre sus manos: un pequeño gatito esponjoso. Era gris, con patitas blancas que parecían calcetines, y miraba asombrado.
Salió de casa su madre con una bolsa de deporte azul. Era la que su padre solía llevar en sus viajes de trabajo. “Hijo, tengo que irme por poco tiempo. Pero el regalo principal lo tengo yo. Toma, cuida del gatito. Dale leche en casa. Regresaré el fin de semana y vamos a la tienda, y podrás escoger tu regalo, ¿vale? Y luego iremos al zoológico”. Su padre los abrazó y les dio una caricia en la cabeza. “Ramón, ¿estarás fuera mucho tiempo?”, preguntó su madre. “No, mañana por la tarde estaré de vuelta”, respondió él mientras tomaba la bolsa de sus manos. “Oigan, ¿por qué no hacemos una foto para el recuerdo?”, sugirió ella.
Recientemente habían comprado una cámara popular en aquel entonces, y su madre intentaba capturar tantos momentos de su vida como le fuera posible. “Pero tengo prisa”, sonrió él con algo de vergüenza. En realidad, el compañero de trabajo de su padre, el tío Mario, que estaba al volante, les hizo un gesto para que se dieran prisa, señalando su reloj de pulsera. Su padre le señaló que esperara un momento. Puso la bolsa en el suelo, tomó al gatito de nuevo y Álvaro y su hermano se colocaron a su lado.
Sonrieron al objetivo, sin sospechar que el gatito sería el único regalo, y el último. Porque de ese viaje su padre nunca regresó. Más tarde se supo que él y el tío Mario iban a transportar una gran suma de dinero en efectivo. Era la década de los 90, y tales transacciones no eran inusuales. Alguien debió informar a unos ladrones. Luego su madre contó que el investigador que llevó el caso pensaba que no querían matarlos. Los bandidos debieron estar vigilándolos, esperando el momento en que la carretera estuviera despejada, para simular un accidente y llevarse el dinero. Pero algo salió mal. El golpe fue demasiado fuerte, el coche de su padre salió despedido y se incendió. Nunca encontraron a los culpables, y después de un par de años, el caso fue archivado. A veces, cuando su madre recordaba esos tiempos, decía: “No sé quiénes eran esos hombres, ni quiero saberlo. Que Dios los juzgue. Pero que no ayudaran, simplemente se fueran para salvarse, eso no lo perdonaré”.
Los enterraron el mismo día. A su padre y al tío Mario. En ataúdes cerrados. Álvaro estaba junto a su abuela y no comprendía que en aquel ataúd de terciopelo rojo y madera, estaba su padre. Tal vez por eso, durante más de un mes, cada vez que sonaba el timbre, corría hacia la puerta con la esperanza de que todo había sido un mal sueño y que el papá abriría la puerta, con su sonrisa, un poco impregnado de humo de tabaco y de gasolina. Su padre tenía sus llaves, pero siempre al volver de viaje, él tocaba el timbre, y Álvaro corría a su encuentro, y su papá sacaba un regalo, diciendo que era del conejo. Su hermano, al ser el mayor, bromeaba al respecto. “¿De dónde sacan regalos los conejos? ¿No hay tiendas en el bosque?”. Álvaro, muy orgulloso, no prestaba atención, seguro de que sus amigos del bosque nunca se olvidaban de él.
Pero su padre no regresó, y con el tiempo Álvaro creó una historia. Inventó que un mago malvado había transformado a su padre en un gato gris. Cada vez, la historia se llenaba de nuevos detalles, y a veces él mismo llegaba a creerla. Álvaro, ya siendo adulto, nunca entendió si fue una reacción del cuerpo o la fe ingenua de un niño en los milagros. Pero aquellas fantasías le ayudaron a superar la pérdida. Mucho después, él y su hermano, reviviendo esos días, se sorprendían sintiendo que el alma de su padre residía de algún modo en el gato gris. Mientras vivía con ellos, sentían su presencia invisible, pero cercana. Sin embargo, de niños, nunca compartieron esto, ni entre ellos mismos.
El gato se llamaba Peluche, que era un personaje de una serie que veían los domingos en la televisión. Álvaro, su hermano y su madre querían mucho al gato, que se convirtió en un amuleto familiar, guiándolos a todos y cuidándolos al regresar a casa. Vivió una larga vida junto a ellos. Pero el tiempo no perdona, y un tranquilo domingo de verano se fue. Ya el hermano mayor estaba casado y vivía aparte cuando ocurrió. Al enterarse, llegó de inmediato. Todos lo acompañaron en su último momento, porque era un símbolo de su padre. Su padre siempre sería recordado como aquel día: sonriente, con prisa, con un pequeño felino en sus brazos. Álvaro creía que su madre sentía lo mismo, pues junto a la imagen de su padre en la lápida, pidió que se pintara un camino desierto y un coche en dirección al ocaso. Lo enterraron en un bosque joven, a las afueras de la ciudad.
Aunque hayan pasado años y quede solo un pequeño montículo, Álvaro nunca olvidó el lugar. Siempre al pasar, se detenía unos minutos a reflexionar y rendir homenaje a aquel ser querido. Porque Peluche no era solo un gato; era un miembro más de la familia, un querido recuerdo de su juventud. Mirando una vez más la foto, con melancolía, recogió su ordenador, secó sus ojos humedecidos y salió del despacho.
En casa, lo esperaban. Había llegado su madre, su hermano con su familia y algunos amigos cercanos. En el salón grande, su hermano y sobrinos le entregaron una caja. Todos aplaudieron mientras le pedían que adivinara su contenido. Conociendo su afición a los videojuegos, Álvaro comenzó a adivinar. “¿Un mando, un volante para juegos de carreras? ¿Acerté?” Los sobrinos, entre risas, negaron con la cabeza y abrieron la caja. Álvaro miró dentro y se dejó caer en una silla. Los recuerdos de su infancia volvieron y las lágrimas empezaron a brotar sin contención. No le importó llorar. En la caja había un gatito, idéntico al que una vez le regaló su papá. Gris, esponjoso, con calcetines blancos. Los recuerdos lo inundaron: papá, Peluche… En su infancia, platicaba durante horas con el gato, contando sus secretos, alegrías y tristezas, convencido en su corazón que hablaba con su padre. Incluso ya adulto, Álvaro conservaba esa certeza íntima. El gato, mirándolo, ronroneaba suavemente, como si comprendiera.
Ahora su hija adolescente, al regresar de la escuela, iba primero a la cocina y al minuto exclamaba con reproche: “¿Otra vez los cuencos de Peluchito vacíos? ¡Ven aquí, pequeño, que te daré de comer!”. Y el gatito, tras saborear su ración con leche fresquita, echaba una mirada cómplice a Álvaro mientras pedaleaba rumbo a la cocina, al son de los llamados de su joven dueña.