El destino ama las sorpresas: encontré al amor de mi vida en la carretera hacia el mar
Si alguien me hubiera dicho cuando era joven que algún día encontraría mi destino al borde de una carretera, probablemente me habría echado a reír. Pero ahora, casi cincuenta años después, cuento esta historia a mis nietos con una sonrisa: al principio no me creen, luego se ríen, y al final me piden que la cuente otra vez. Porque el amor verdadero puede esperarnos incluso donde menos lo esperamos, como en la carretera de Madrid a Benidorm, bajo el abrasador sol del verano.
Tenía diecisiete años, acababa de terminar el instituto y decidí que necesitaba descansar antes de empezar la universidad. Se nos ocurrió la idea de ir con unas amigas al Mar Mediterráneo, a ese pueblo de Alicante del que todos soñaban. Como suele pasar, no teníamos casi dinero, y alguien sugirió: “¿Y si vamos haciendo autostop?” Nos dividimos en parejas para facilitar el viaje. Me quedé con Toñi, una chica que conocía poco, pues se había unido al grupo en el último momento.
Llegamos a Valencia sin problemas. Pero después… Las demás se fueron delante, y nosotras nos quedamos bajo el sol. Cuando finalmente se detuvo un camión, solo había un sitio. Toñi subió, prometiendo encontrarse conmigo en casa de su abuela en Benidorm. Me quedé sola en la carretera ardiente, sintiéndome abandonada y con un nudo en la garganta, ya pensaba en regresar a Madrid, convencida de que todo estaba perdido.
Entonces paró un viejo SEAT medio destartalado. Al volante, un chico de unos veinte años, camisa clara, bronceado y una sonrisa un poco tímida. Dijo que iba a casa de su abuelo cerca de Alicante. Dudé, pero subí. Y en ese momento comenzó la historia de mi vida.
Se llamaba Leandro. Acababa de regresar del servicio militar y planeaba estudiar arquitectura en la Universidad de Madrid. Durante el trayecto, me contó historias divertidas de la mili, hizo chistes, se reía, y yo sentí cómo el miedo se iba transformando en ligereza y… simpatía. Charlábamos como si nos conociéramos de toda la vida. Era amable, sincero y diferente a todos los chicos que conocía. Llegamos a Alicante, y él se ofreció a llevarme hasta Benidorm. Acepté.
Al despedirnos, se sonrojó y con voz suave me preguntó si quería verlo en Madrid. Por supuesto, acepté. Y esa cita realmente ocurrió. Luego vino otra. Y después… el amor. Un amor verdadero, sosegado y seguro. Nos casamos dos años después, cuando él ya estudiaba y yo trabajaba. Vivíamos modestamente, pero éramos felices. Criamos a dos hijos, después llegaron los nietos…
Y hace poco, el nieto mayor llegó a casa radiante. Dijo: “¡Abuela, me he enamorado!” Resulta que iba por la carretera y vio a una chica que no podía arrancar su coche. Se detuvo, la ayudó. Luego tomaron un café. Más tarde, el cine. Y un mes después, nos la presentó. Una chica guapísima, inteligente, de buen corazón. Ahora están preparando la boda.
Y pienso en lo sorprendente que es el camino de la vida. Qué largo resultó el viaje de Madrid a Alicante. Y cuánta felicidad me ha traído. No temáis abrirse al mundo: el amor llega cuando menos se espera.