—¡NO PUEDO ESTAR SIN TI!
—¡Lo odio todo! —solo un pensamiento invadía la mente de Lucita—. ¡Me odio a mí misma!
Lucía corría por la acera, ciega ante su entorno.
La lluvia caía. No solo empapaba calles, aceras y edificios. Había anegado el alma de la joven, dictando desde allí sus leyes. Quería que la mujer despertase de sus ilusiones rotas y siguiese adelante: tropezar, caer y levantarse. Toda mujer, ¿verdad?, carga sus fracasos como piedras en el pecho. Aunque… ¿quién sabe? Tras la tormenta más feroz, el sol siempre asoma. Lo malo termina. ¿O no?
La lluvia intentaba hablarle, pero ella rechazaba sus consejos. Entonces, cual hombre decidido, actuó por ella. Ya se vería.
—¡Otra vez los pies empapados! Me lo merezco —maldijo Lucía, frotándose los tobillos—. Al llegar, me tomaré un té. No tengo prisa… ni motivo.
Un maullido quejumbroso cortó sus pensamientos.
—¿Quién…? —dio un respingo.
Bajo un arbusto junto a su portal, un gatito gris temblaba de frío. Antes lo habría ignorado —¿para qué complicarse?—, pero no hoy.
—Ven, pequeño. Tan solo como yo —susurró, abrazando al animal—. Juntos será menos triste.
—Les presento a nuestro nuevo contable —anunció el jefe de la empresa donde trabajaba Lucía, haciendo entrar al recién llegado.
Sus miradas chocaron al instante. Los ojos revelan lo que las palabras ocultan. Los suyos eran grises, lo notaría después, pero ahora solo importaba su profundidad. Lucía se hundió en ellos como en un espejo del alma. No recordaría su rostro, solo esa corriente que la arrastraba río arriba, sin remos. Sintió escalofríos, labios secos.
—Buenos días. Soy Lucía Martínez —murmuró—. Compartiremos oficina.
—Javier Rodríguez. Exalumno de la Academia Militar —se presentó él.
La voz. ¡Ay, esa voz! Le estremeció pestañas, rodillas, hasta el corazón. Sus pensamientos adoptaron su tono. Cuando hablaba, Lucía sonreía sin querer, luego se reprochaba:
—¡Actúo como una adolescente! —y sus mejillas ardían.
Hoy había entregado su renuncia, dejando perplejo al director. Recogió sus cosas y salió sin mirar atrás. Para siempre.
—Dios, qué mirada —pensó Javier al entrar aquel primer día.
Solo existían aquellos ojos. Ni jefes ni papeles: el universo eran ellos dos.
—No debo hundirme en ellos. Pero… ¡son extraordinarios! Inmensos, cálidos, sinceros. Basta. No pienses más —se ordenó.
Así comenzaron sus días.
Cuando sus dedos rozaban, una chispa recorría sus palmas. Lucía retiraba la mano: el contacto la abrasaba. Él lo notó, evitando molestarla… aunque anhelaba tocarla. Una vez, al coger el ratón, rozó su meñique y contuvo un gemido.
—Ojalá no lo haya notado —pensó, apartándose. Cada roce le encendía la piel, le sellaba los labios.
Eran reflejos: pensamientos, gestos, anhelos idénticos. Lucía anticipaba sus palabras, sentía su mirada sin verla, adivinaba sus llamadas. Lo escuchaba con el alma.
Javier supo al instante: ella era su otra mitad. Sus ojos leían sus deseos, sus frases completaban sus ideas. En su presencia, se volvía travieso, casi niño.
Tres años. Él no dio el paso. Ella esperó.
—¿Y si todo sale mal? —dudaba él—. Ambos llevamos mochilas pesadas.
Esa noche, tras alimentar a Nube —el gatito ahora regordete—, Lucía miraba la lluvia persistente. Las gotas burbujeaban en los charcos.
—Mañana será otro día —suspiró, enfundada en su pijama de felpa rosa, acariciando al felino dormido.
Un timbrazo la sobresaltó. Abrazando a Nube, caminó hacia la entrada. Sabía quién era.
—Lucía Martínez, sé que estás. Ábreme, por favor —rogó la voz.
Al abrir, Javier temblaba.
—Ah, ¿no estás sola? ¿Me aceptas en tu tribu? —bromeó, nervioso.
Ella callaba.
—¡No puedo sin ti! ¿Entiendes? ¿Por qué te fuiste? Soy un náufrago sin tu mirada. Ya no somos veinteañeros. Quiero abrazar tus pensamientos, quedarme en tu vida. Perdón por el retraso.
Era su hombre.
Ella, su mujer.
Sus manos se entrelazaron.
¿El futuro? Tras la noche oscura, siempre amanece. ¿No creen?
Quizá deban agradecerle a la lluvia. Al fin y al cabo, unió dos corazones.