NO PUEDO SIN TI.

—¡No puedo estar sin ti!

—¡Lo odio! —solo un pensamiento invadía la mente de Ani—: ¡Lo odio todo! ¡Me odio a mí misma!

Ana corría por la acera, ciega ante el mundo. La lluvia caía. No solo empapaba calles y tejados. Se había filtrado en su alma, dictando leyes desde dentro. Quería que asumiera el derrumbe de sus ilusiones y siguiera adelante: tropezar, caer, levantarse. ¿Acaso no duele cada fracaso como una herida en el corazón? Aunque… ¿quién sabe? Tras la tormenta más oscura, el sol siempre asoma. Todo mal termina. ¿Verdad?

La lluvia intentaba hablarle, pero ella no escuchaba. Así que, como todo caballero, actuó por ella. Ya se vería.
—¡Otra vez los pies mojados! ¡Me lo merezco! —mascullaba Ana, irritada—. En casa me tomaré un chocolate caliente. No tengo prisa…

Un maullido quejumbroso cortó sus pensamientos.
—¿Quién…? —dio un respingo.

Bajo un geranio junto a su portal, un gatito gris temblaba. Antes lo habría ignorado —¿para qué quería gatos callejeros?—, pero hoy no.

—Ven, pequeño. Tan solo como yo —susurró abrazando al animal—. Juntos será menos triste.

—Él es nuestro nuevo contable —dijo el jefe al presentar al recién llegado en la oficina.

Sus miradas se encontraron. Los ojos lo revelan todo, incluso lo que callamos. Los suyos eran grises, lo notaría después. Ahora solo veía un espejo: su propio reflejo en esas pupilas. No recordaría su rostro, solo esa corriente que la arrastraba río arriba, sin remos. Calor y frío. Labios secos.

—Soy Ana Isabel Martínez. Compartiremos despacho —dijo casi en un susurro.

—Alejandro Gutiérrez. Ex cadete de la Academia Militar —respondió él.

La voz. ¡Ay, esa voz! Le hizo temblar hasta las rodillas. Le acarició mejillas, fosas nasales… ¡Llegó al corazón y se instaló allí! Sus pensamientos hablaban con su tono. Cada palabra suya le dibujaba una sonrisa involuntaria.

—¡Parezco una adolescente! —pensaba ruborizada.

Hoy, Ana entregó su dimisión, desconcertando al director. Recogió sus cosas y salió sin mirar atrás. Para siempre.

—Dios, qué ojos —pensó Alejandro al entrar. Solo veía eso. Ni jefes ni empleados: solo ellos dos en aquel espacio.

—No debo hundirme en esa mirada. Pero… ¡son extraordinarios! Grandes, cálidos, sinceros. ¡Basta! —se reprendió.

Así comenzaron sus días.

Cuando sus dedos rozaban, una chispa recorría sus palmas. Ana retiraba la mano: ese fuego la asustaba. Él lo notó, evitando contactos… aunque anhelaba más.

Una vez, al coger el ratón, rozó su meñique y contuvo un gemido.

—Ojalá no lo note —apartó la mano. Cada roce lo encendía, paralizándole la voz.

Alejandro era su reflejo: mismos pensamientos, mismos actos. Ella adivinaba sus palabras antes de brotar. Sentía su mirada sin verla. Leía su mente. Lo percibía en cada célula. Sabía cuándo él llamaba. ¿Cómo? Escuchaba con el alma, no solo con oídos.

Él supo al instante: Ana era su otra mitad. Sus ojos leían sus deseos. Sus frases continuaban sus ideas. Anticipaba sus pasos. La entendía sin palabras.

Si ella bajaba la vista, él se ruborizaba sin saber por qué. Junto a ella, se sentía un chiquillo juguetón.

Sus callosas manos ansiaban acariciar sus dedos finos. Quería sostenerla… pero temía.

Se tocaban no con las manos, sino con el alma. Eran almas gemelas.

Tres años. Él no dio el paso. Ella esperó.

—¿Y si todo sale mal? —pensaba él—. Cada uno carga su pasado.

Ana, acariciando al gatito (ahora llamado Pelusa), miraba la lluvia persistente.

—Mañana será otro día —suspiró.

Esa noche, envuelta en su batín rosa, se adormiló con Pelusa ronroneando en su regazo.

Un timbrazo la despertó. Sabía quién era.

—Ana Isabel, ábreme —rogó una voz conocida.

Alejandro estaba allí, nervioso.

—¿No estás sola? ¿Me aceptarás? —balbuceó—. No puedo vivir sin ti. ¿Por qué te fuiste? Te necesito… y sé que tú a mí. No somos jóvenes. Quiero abrazar tus pensamientos, estar contigo. Perdón por el retraso.

Era su hombre. Ella, su mujer.

Sus manos se entrelazaron.

¿El futuro? Tras la noche más oscura, siempre amanece. ¿No creen?

Quizá deban agradecer a la lluvia… ¿No unió dos corazones?

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MagistrUm
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