¡Todo tiene su precio! Ahora estoy solo, como un perro callejero…
Les escribe un hombre de más de setenta años, cargado de soledad. Quiero compartir mi historia, quizás como advertencia para otros.
Vivo en Valladolid, una ciudad grande de provincias, pero solo me rodean desconocidos. Las paredes de mi casa, antiguamente acogedoras, hoy me resultan ajenas. Las calles que recorría con paso firme ahora parecen desoladas y frías. Nadie me espera, nadie pregunta por mí. Así es el castigo por mi pasado…
Al mirarme al espejo, no reconozco al hombre de antes. Rostro demarcado, cabello blanco, espalda encorvada y mirada apagada. ¿Dónde quedó aquel vividor que amaba las mujeres, los banquetes y el lujo? ¿El seductor arrogante que creía tener el mundo a sus pies? Ahora solo soy un anciano cansado, invisible para todos…
**Los pecados de la juventud**
Fui un donjuán, mimado por la fortuna. Embelesaba a mujeres hermosas y las abandonaba sin remordimiento. «Solo se vive una vez», me repetía. Entonces, me creía dueño de la razón.
Tuve una esposa, Carmen, mujer bondadosa y paciente. Aguantó quince años de matrimonio, aunque jamás le di tregua. Pasaba noches fuera, volvía ebrio y a veces llevaba a casa mujeres de dudosa reputación. Carmen callaba, soportaba, esperando que recapacitara.
Pero yo no cambié. Creí que jamás se iría, que su destino era sufrir. «¿Adónde irías, querida?», le solté con sorna cuando me exigió reformarme o perderla.
Su respuesta fue contundente: empacó sus cosas, tomó a los niños y partió a Andalucía. Sin dramas, sin reproches. Se esfumó para siempre.
Al principio, resté importancia. Seguí mi vida desenfrenada, recordándolos de vez en cuando. No pagué la pensión con regularidad, y ellos nunca reclamaron. Una Navidad, envié regalos sorpresa. La caja volvió días después, sin abrir…
Me encogí de hombros. «Ya volverán», pensé. Pero los años pasaron y el teléfono nunca sonó.
**Vejez en soledad: el juicio final**
Nunca imaginé la vejez. De joven, creí que la juerga era eterna. Rehuí trabajos estables por la fiesta. Saltaba de empleo en empleo, burlándome de quienes ahorraban o construían hogares.
Hoy, mi «libertad» se traduce en una pensión mínima que apenas cubre medicinas. Hace años que no pruebo un plato caliente. A veces me duermo con el estómago vacío, sin nadie a quien quejarme.
Hace poco, topé con Javier, un viejo conocido. Arrugado, pero arropado por su familia y un hogar estable. Me dio una palmada en el hombro y musitó:
—Eduardo, fuiste un rey, ¿y ahora qué eres?…
No supe responder. Un nudo me cerró la garganta. Solo me quedan recuerdos y arrepentimientos. No merezo lástima: mi ruina es obra mía.
Mientras otros edificaban familias, yo bebía en tabernas con amistades falsas.
Mientras otros ahorraban, yo malgastaba euros en amantes.
Mientras otros planificaban el mañana, yo solo pensaba en la marcha nocturna.
Ahora, necesitando a mis hijos, no me atrevo a llamar. Quizás tengo nietos, pero moriré sin conocer sus rostros.
**Un consejo tardío para quienes aún pueden rectificar**
No repitan mis errores. La juventud no es infinita. La familia no es un derecho, sino un regalo. Cuiden a los suyos, valórenlos.
Porque un día, podrían terminar en un piso vacío, donde hasta el eco ignora su «Hola»…