La nuera oculta una grabadora en casa de su suegra para escuchar sus conversaciones

La nuera escondió una grabadora en casa de su suegra

Javier y Lucía llevaban dos años casados. Se amaban profundamente, pero la tensión por la relación de ella con su suegra empañaba su felicidad.

Lucía, dulce y servicial, siempre intentaba complacer a todos, especialmente a su nueva familia. Sin embargo, por más que se esforzaba, percibía el distanciamiento glacial de Carmen Martínez.

La suegra jamás criticaba abiertamente, pero sus miradas penetrantes, tono cortante y comentarios velados hacían que Lucía se sintiese intrusa en su propio hogar.

Cada visita a Carmen terminaba con un nudo en el estómago.
—Javier, tu madre me desprecia en secreto —confesó una noche, mordisqueando el labio.

Él suspiraba, apartando el móvil:
—¿Otra vez con lo mismo? Mamá es reservada desde que enviudó. Criarme sola la marcó.

—Lo entiendo, pero ¿por qué habla de mí a mis espaldas? La otra vez le oí decirle a tu tía que…
—¡Seguro era otro tema! ¿Vemos mañana esa nueva película de Amenábar? —desviaba él, incómodo.

La duda carcomía a Lucía. Al día siguiente, escondió entre los trapos de cocina una grabadora que usaba para clases en la Complutense.

Mantuvo la calma mientras pelaban patatas para la tortilla. Esa noche, al regresar, fingió normalidad.

Al recuperar el dispositivo, sus manos temblaban. Al reproducir la grabación, emergió la voz de Carmen al teléfono:
—¡Mi hijo se casó con una inútil! ¡Quema hasta las lentejas! Y su familia… ¡vaya panda de zotes! Hasta el perro chihuahua que tienen da vergüenza ajena.

Las lágrimas rodaron por las mejillas de Lucía. Javier palideció.
—Madre es así… Quizá fue un momento de frustración —balbuceó.

—¿Frustración? ¡Insultó hasta a mi perro Pancho! —gritó ella, hiriéndole con la mirada—. Si no pones límites, esto se acaba.

La discusión escaló hasta que Lucía se encerró en el cuarto de baño. Esa misma tarde, Javier llamó a Carmen.

—¿Que me disculpe? ¡Esa fisgona me grabó ilegalmente! ¡La denunciaré por vulnerar mi privacidad! —aulló ella—. ¡Y dile que ni se le ocurra pisar mi casa!

—¡Mamá, esto es delirante! —rugió él, pero solo escuchó el tono de ocupado.

Al llegar a su piso en Lavapiés, encontró la puerta cerrada. Carmen, entre sollozos, juró envenenar su matrimonio. Pero Javier, harto de manipulaciones, redujo las visitas a Navidades y cumpleaños.

Aún llevaría tiempo sanar las grietas, pero por primera vez, priorizó su hogar sobre los caprichos maternos.

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