Lo que pudo haber sido el mayor error de mi vida: dejar solo a mi padre
La vida no perdona cuando pospones lo verdaderamente importante
A veces, solo necesitamos un instante, una palabra de alguien más o una historia para sacudirnos y hacernos despertar. A veces, para ver cuán alejados estamos de nuestras prioridades reales, es necesario simplemente… distraernos de nosotros mismos. Y ahora, al mirar atrás, me doy cuenta con terror de que estuve a punto de dejar a mi querido padre solo frente al silencio que lentamente devora el alma.
Me llamo Elena, tengo 41 años, vivo en Sevilla y trabajo como contable en una empresa privada. Estoy casada y tengo dos hijos. Una vida común, como la de millones de mujeres: trabajo, familia, hogar. Siempre falta tiempo, la cabeza siempre está dando vueltas, siempre todo es “después”. Precisamente este “después” casi me arrebata lo más valioso: la posibilidad de simplemente estar al lado de quien me dio la vida.
Dos días antes de San Nicolás, estaba en la oficina. La festividad se acercaba, y mi marido celebraba su santo. En mi cabeza giraban listas de platos, invitados, limpieza. El jefe me llamó para una charla, y se presentía una conversación tensa. Para no volverme loca esperando, empecé a hojear sin sentido las noticias y sitios web, hasta que accidentalmente me topé con una historia que parecía un golpe eléctrico.
En ella se hablaba de un anciano solitario que llevaba años esperando que sus hijos y nietos lo visitaran. Llamó, escribió, insinuó. Todo fue inútil. Entonces tomó una medida desesperada: les envió… su propio obituario. Cartas en las que anunciaba su “muerte”. Solo entonces encontraron el tiempo, el dinero y las fuerzas para ir. Solo entonces vieron lo mayor que estaba y lo solo que se sentía.
Esta historia literalmente borró todo lo que había en mi mente. Desaparecieron los pensamientos sobre aperitivos, la mesa, los problemas familiares, las tablas de trabajo. Solo quedó una imagen: la de mi padre.
Mi papá es un hombre fuerte, callado, muy reservado. Desde que mi madre falleció hace seis años, él se ha mantenido. En ese entonces, lo apoyaron mi tío, un par de viejos amigos, los vecinos. Se aferró a ellos como a la última conexión con una vida normal. Pero pasaron los años. Uno falleció, el otro se fue con sus hijos a Israel, los vecinos cambiaron, los conocidos se fueron. Papá quedó solo en el viejo departamento en Valladolid. Nos llamábamos, pero cada vez más escuchaba pausas en el teléfono. Largas, pesadas.
Ese día, sentada en la oficina frente al jefe, ya no escuchaba una sola palabra. Asentía, firmaba papeles, pero dentro de mí gritaba: “Dejaste solo a tu padre. Olvidaste quién te secaba la frente cuando estabas enferma, quién te cargaba sobre sus hombros cuando estabas cansada, quién te arreglaba la bici y te acariciaba la cabeza cuando llorabas en la almohada por una mala nota”.
Corrí a casa y reuní a todos. A mi esposo y mis hijos les dije de manera estricta y clara: “Voy a ver al abuelo. Hoy. Por unos días. Y si quieren, vengan conmigo”.
Para mi sorpresa, nadie se opuso. Mi esposo solo asintió. Y así, al día siguiente ya estábamos en Valladolid.
Papá estaba en la puerta, como si esperara. No se sorprendió. No hizo preguntas. Solo me abrazó y guardó silencio por largo rato. Pasamos con él todas las fiestas. Asamos pescado, comimos las empanadas de mamá siguiendo su receta, jugamos al dominó con los niños, recordamos tiempos pasados. Vi cómo florecía. Cómo el anciano demacrado se transformaba en ese papá que recordaba de mi infancia.
Y entendí: a menudo olvidamos que nuestros seres queridos envejecen. Que para ellos la soledad no es un hábito, sino una condena. Que no necesitan nuestro dinero, paquetes, ni postales. Necesitan nuestra presencia. Nuestro tiempo. Nuestros ojos frente a sus ojos.
Después de regresar a casa, revisé toda mi vida. Empecé a ir más seguido a ver a papá. Nos llamamos todas las noches. Pongo la videollamada para que vea a sus nietos. Bromeamos, discutimos, compartimos noticias. Y ahora lo sé con certeza: si no hubiera leído esa historia entonces, hubiera quedado con un vacío por dentro.
Así que, si estás leyendo esto y hace tiempo que no llamas a tu madre o padre, no esperes el momento oportuno. No llegará. Llama ahora. Di “te quiero”. Ve espontáneamente. Simplemente, está allí. No dejes que sientan que se han convertido en una sombra para ti. Porque, un día, puedes llegar demasiado tarde.
Pude haberlo perdido —no en el sentido literal, sino emocionalmente—. Y entonces ya nada podría haber sido recuperado. Pero ahora lo sé: no hay nada más importante que hacer felices a quienes entregaron su juventud por nosotros.