Lo que guardamos en secreto solo entre nosotros
Pasaron muchos años antes de que pudiera recordar esto sin amargura y sin esa mezcla tumultuosa de vergüenza y gratitud que, a mis diecinueve años, ni siquiera podía comprender. Ahora, con más de treinta, casada y con una hija, la vida ha puesto todo en su sitio. Pero esa historia, ese secreto que él y yo aún mantenemos, lo llevo en el corazón como un recordatorio de mis propios errores… y de cuán importante es tener a alguien junto a ti que pueda salvarte —de los demás, del mundo y, sobre todo, de ti misma.
Cuando tenía dieciocho, estaba locamente enamorada de Fernando, el mejor amigo de mi padre. Era casi veinte años mayor que yo, inteligente, tranquilo, culto. Un típico hombre con pasado: divorciado desde hacía mucho, trabajaba en la administración provincial en Toledo, siempre olía a buen perfume y café.
Para mí, era como sacado de una película: galante, atento, con una voz suave y unos ojos en los que podías perderte. Soñaba con él, escribía su apellido junto al mío en mi diario, pensaba que era el tipo de amor de las novelas.
Él, por su parte, veía lo que pasaba. Y, gracias a Dios, no respondió a mis sentimientos ni con un gesto, ni flirteo, ni siquiera una sombra de insinuación. Fue extraordinariamente discreto. Nunca se permitió nada inapropiado, incluso cuando yo, medio loca por la efervescencia juvenil, hacía de todo para provocarle.
Cuando se apartó, me sentí agraviada. Decidí vengarme, o al menos eso pensaba yo. Me involucré con Luis, un chico conocido por todos: con problemas de bebida en su familia, un juerguista, hablador. Mis padres me rogaban que lo dejara, mi madre lloraba, mi padre gritaba. Incluso Fernando trató de intervenir, explicándome que me dirigía al desastre. Y yo… yo me enfurecí. Pensaba que él estaba celoso. Que quería controlarme. Que todos querían “convertirme en una niña buena”.
Los ignoré a todos. Y pronto resultó que estaba embarazada.
Luis desapareció el mismo día que lo supo. Me quedé sola, asustada, enojada y humillada. No podía decírselo a mi madre —ella misma estaba al borde, mi padre ya sufría de isquemia. Cualquier noticia podía acabar con él. Lloraba en la almohada cada noche sin saber a dónde acudir.
Un día, reuniendo el poco coraje que me quedaba, fui a la puerta de Fernando. Él abrió y rompí a llorar en su puerta.
No preguntó nada. Solo dijo:
— Vamos, lo solucionaremos.
Y lo hicimos. Su exesposa, a quien alguna vez juzgué, resultó ser una mujer maravillosa —una obstetra-ginecóloga con manos de oro. Me acompañó desde la primera ecografía hasta el final, que en mi caso, por desgracia, fue un aborto.
Fernando lo organizó todo: las citas, los pagos, me acompañó. No me juzgó, no me reprochó, ni me dio lecciones. Simplemente estuvo ahí. Cada día.
Sé que nunca le dijo una palabra a mis padres. Nos salvó a mí y a mi familia del horror, el dolor, la vergüenza y la tristeza. Actuó como un hombre de honor. Como un verdadero caballero.
Meses después me llevó a un café, donde permanecimos en silencio, hasta que él rompió el mutismo diciendo:
— Tu padre está muy mal. Los médicos no dan esperanza. Aunque encuentren un donante, su corazón no soportará la operación.
Sentí algo morir por dentro. Mi papá falleció una semana después. Y durante todo ese tiempo, Fernando no nos dejó. Estuvo conmigo, tomándome de la mano, hablando con mi madre, ayudando con el funeral. No tuvo miedo de mi dolor. Lloró conmigo.
Han pasado muchos años. Fernando se mudó hace tiempo, se fue a Málaga, se casó por segunda vez. Ya no nos comunicamos, solo escribimos breves cartas de vez en cuando. Pero siempre recordaré. Por su silencio. Por su protección. Por no ceder a mi amor infantil y no destruir mi vida.
No sé exactamente lo que veía en él. Tal vez buscaba un padre, tal vez un héroe. Pero no me dejó caer en la desgracia. Preservó su honor y mi dignidad.
Y aún conservamos este secreto entre nosotros. Nadie lo sabe. Ni mi madre, ni mi esposo, ni siquiera mis amigas más cercanas. Solo él y yo.
A veces pienso que en este mundo todo sigue en pie gracias a personas como Fernando. Personas que saben callar, entender, perdonar y estar cerca. No por lástima, sino por amor. Amor verdadero. No del que se encuentra en las novelas. Sino el que salva vidas.
Esta historia podría haberme destruido. Pero al final, me hizo más fuerte. Gracias a una persona que simplemente decidió seguir siendo humana.