No necesitamos nada de ti

—No necesitamos nada de ti.

—¡Hijo, recapacita antes de que sea tarde! ¡Ese niño no se parece en nada a ti! ¡Tu Almudena lo tuvo con su ex y te lo ha colgado a ti! ¡Yo lo sé!
—Mamá, ¡ya basta! Diego es mi hijo… ¿Por qué siempre armas líos? Me voy a casa.

Carmen Rodríguez crió sola a su hijo Alejandro. Entre ellos siempre hubo buena relación: él nunca fue grosero, estudiaba bien y, al crecer, se hizo ingeniero como ella quería. Luego llegó el momento de buscarle novia. Carmen eligió a Lucía, hija de su amiga Antonia, la «novia perfecta».

Alejandro y Lucía salieron por insistencia de Carmen, pero el romance no funcionó. Meses después, él conoció a Almudena. Todo fue rápido: se casaron a los tres meses, para disgusto de Carmen. Medio año después, nació Diego. Pero la suegra nunca aceptó a la nuera.

—Mírate… Arrugado, desaliñado… —refunfuñaba Carmen cada visita—. ¡Siéntate a comer! Seguro que esa no te prepara nada decente.
—Mamá, Almudena cocina bien.
—¡Bien, sí! Croquetas congeladas o empanadillas… En cambio, Lucía se apuntó a un curso de repostería. ¡Esa sí que es una joya!

Alejandro evitaba los comentarios. Hasta que una noche, tras otra discusión, llegó a casa de mal humor.
—¡Hola, papá! —Diego salió corriendo a recibirlo—. ¡Hoy estuvimos con mamá y el tío Kiko! ¡Me compró chocolate!

La sospecha lo corroió. Esa noche, enfrentó a Almudena:
—¿Por qué viste a tu ex?
—Fue casualidad, Ale. Nos acompañó a casa.
—¿Y por qué habría de acompañaros? ¿Seguro que Diego es mío?

La pelea fue brutal. Almudena, harta, se mudó a Sevilla con sus padres. El divorcio llegó, y Alejandro pagó la pensión sin protestar. Carmen, triunfante, empujó a Lucía de vuelta a su vida.

Pero Lucía, tras la boda, mostró su verdadero yo: exigía viajes, ropa de marca y un SEAT León nuevo.
—¡Los Soria ya tienen un coche de lujo! ¡Y yo sigo con este abrigo del año pasado! ¡Qué hombre eres…!

Quince años después, Alejandro trabajaba en dos empleos. Lucía viajaba; los hijos no entraban en sus planes. Cuando Carmen sufrió un ictus, Lucía se negó a cuidarla:
—¡Que la lleven a una residencia! ¿Vas a dejar tu trabajo? ¡Con la hipoteca que tenemos…!

Carmen murió un mes después. Alejandro, destrozado, volvió a casa sin avisar y encontró a Lucía con un vecino. Recogió sus cosas y se mudó al piso de su madre.

Una mañana, tomó un tren a Sevilla. Llamó a la puerta de Almudena, pero nadie abrió. Esperó… hasta ver a un joven idéntico a él, veinte años más joven.
—Diego… Hijo…
—¿Tú? ¿Qué haces aquí? —respondió frío el chico—. Mamá murió hace diez años. Un accidente.
—¿Y con quién vives? ¿Necesitas algo? ¡Dinero, lo que sea!
—Vivo con la abuela. No necesitamos nada.

Alejandro no pudo seguir. Diego entró al portal y cerró la puerta.
—¡Hijo! ¡Ábreme! ¡Soy tu padre!

Golpeó la madera, llorando bajo la lluvia. Regresó varias veces, suplicando, pero Diego jamás cedió. En el silencio del vacío, solo quedaba el eco de sus errores.

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No necesitamos nada de ti