—¿No quieres ayudar a tu hermana? Lo está pasando mal tras el divorcio —recriminó la madre.
Las dos hermanas, sentadas alrededor de la mesa en casa de su madre, escuchaban sus reproches.
—¡Tu Javier es un verdadero inútil! —afirmó sin rodeos Carmen Rodríguez—. Trabaja en la obra y apenas trae euros a casa.
—Mamá, ¿para ti seiscientos euros ya no son dinero? —replicó irritada la hija menor, Lucía.
—A mí lo que me importa es que pueda mantenerte —contestó la madre, frunciendo los labios con fastidio.
—Y lo hace —murmuró Lucía, ceñuda.
—¡No se nota! Ayer mismo me pediste cincuenta euros —recordó Carmen—. Si no puede ni alimentarte, ¡divorciaos! Busca a alguien que sí pueda. Además, con solo mirarlo se ve que está… mal de la cabeza.
—Mamá, eso ya es pasarse —intervino por primera vez Elena, tomando partido por su hermana.
—¿Acaso miento? Es enclenque, pelirrojo y hasta cecea —dijo la mujer con sorna, alzando los ojos—. Tú, Lucía, mereces algo mejor. Divórciate antes de que sea tarde.
—Mamá, Javier tiene manos de oro. Además, no es oro todo lo que reluce —argumentó Elena, viendo cómo presionaban a su hermana—. Si solo miras lo material, tiene un piso, un coche y, sobre todo, quiere a Lucía.
Carmen apretó la boca y lanzó una mirada despectiva a su hija mayor, quien, en su opinión, se metía donde no la llamaban.
—Tú vives sola con treinta años, así que no des lecciones —espetó la madre—. A los cuarenta te agarrarás a cualquiera…
Lucía, indiferente, alternaba la mirada entre ambas sin decir palabra.
—¿Tanto lo defiendes? Un piso minúsculo en Carabanchel, un SEAT viejo… Vaya orgullo —ironizó Carmen.
—Lucía, ¿tú qué piensas? —preguntó Elena—. ¿Tienes algo que decir?
—No sé… Quizá mamá tenga razón en algo —balbuceó la joven, que antes defendía a su marido pero ahora cedía ante su madre—. El otro día me dijo que buscase trabajo…
—¿Lo ves? —Carmen cruzó los brazos—. ¡Ya empieza! Dios sabe qué será lo próximo.
—¿Por qué no iba a trabajar Lucía? Pocos pueden permitirse ese lujo. Me extraña que Javier no lo pidiera antes —comentó Elena.
—¿Por qué lo defiendes tanto? ¿Te gusta? —inquirió la madre, clavándole la mirada.
—Porque temo que tus presiones arruinen la vida de mi hermana —respondió Elena con calma.
—¡Esto no es asunto tuyo! —rugió Carmen—. Lucía merece más. Si la quisiera, le evitaría sufrimientos. Y ni siquiera es guapo…
Lucía, boquiabierta, absorbía cada palabra.
Las críticas de Carmen surtieron efecto. Pronto, la joven reprochó a Javier:
—¿Crees que ganas lo suficiente?
—Sí, ¿por?
—Yo no —negó Lucía—. Deberías buscar otro trabajo.
—¿Otro? Estoy bien así —respondió él, desconcertado.
—¡Yo no! —exclamó ella—. El piso es una ratonera, el coche da vergüenza…
—Antes te bastaba —musitó Javier—. ¿Qué ha cambiado?
—Nada. Solo veo claro que no das la talla —se justificó Lucía.
—Perfecto —contestó él, creyendo que acabaría ahí.
Pero ella, azuzada por Carmen, siguió presionando.
—Me cansan tus quejas —bufó Javier—. No puedo hacer más.
—Necesito un marido ambicioso, no estancado —refunfuñó Lucía.
—Pues lástima que no sea yo —replicó él, abriendo el armario—. ¡Haz las maletas!
—¿Adónde voy a ir? —preguntó ella, desconcertada.
—Donde haya pisos nuevos y BMWs —espetó él—. No quiero que vivas con un fracasado. Seguro que encuentras a alguien que te colme de lujos. Yo no puedo.
Carmen fue la primera en saber que Javier echó a Lucía.
—¡Canalla! ¿Quién lo diría? ¡Nunca debiste casarte! —se lamentó, maldiciendo al yerno.
—Solo le pedí que progresara —lloriqueó Lucía.
—¡Golfo! Encontrarás a alguien mejor, y él se arrepentirá —la animó Carmen.
Sin hogar ni marido, Lucía se instaló en su antigua habitación.
—¿Y ahora qué harás? —preguntó Elena, visitándola.
—Nada —murmuró Lucía, absorta en el móvil.
—¿Has pensado en trabajar? —insinuó Elena.
—No. Buscaré a uno más rico que Javier —declaró ella.
—¡Déjala en paz! Necesita descansar —intervino Carmen.
Durante dos meses, Carmen mantuvo a su hija.
Pero al verse desbordada, llamó a Elena.
—¿No quieres ayudar a tu hermana? —reprochó Carmen cuando llegó.
—¿En qué?
—En dinero. No llegamos.
—¿Quién te mandó meterte? —soltó Elena—. Si no te hubieras entrometido…
—¿Cómo te atreves? ¡Javier es un ruin! ¡No supo valorarla! ¡Lárgate! ¡No os quiero ver! —chilló Carmen.
Al oír los gritos, Lucía apareció y, manos en caderas, espetó:
—¿Defiendes al que me traicionó?
—La culpa es tuya. Deja de escuchar a mamá…
—¿Me das lecciones? ¿Crees que sabes más? ¡Si ni tienes novio! —vociferó Lucía.
Elena negó con la cabeza, escuchando los alaridos, y se marchó.
Ninguna de las tres volvió más a hablar.