Los estafadores se frotaron las manos de alegría cuando les abrió una delgada anciana de noventa años. Pero en ese momento, apareció tras ella un enorme perro llamado Bruno…
Sofía Navarro era una mujer de edad avanzada, pero bastante moderna. A sus noventa años, mantenía conversaciones por Skype con sus nietos y pagaba las facturas del hogar por Internet. “¿Para qué hacer cola en la oficina de correos y perder el tiempo?”, solía decir.
Doce años atrás, Sofía Navarro había despedido a su esposo en su último adiós. Desde entonces, Bruno, un viejo perro por los estándares caninos, le hacía compañía. El nombre inusual del perro había sido idea de su difunto esposo, quien en su momento lo nombró así.
Cada mañana y cada tarde, los vecinos del barrio veían a Sofía Navarro paseando con calma, una mano en su bastón y la otra sosteniendo la correa. Aunque en realidad, la correa era meramente simbólica, ya que Bruno nunca había mordido a nadie, y su apariencia solo había sido imponente en su juventud.
Por supuesto, Sofía Navarro sabía que personas mayores y solitarias como ella eran blancos fáciles para los estafadores. Sus nietos se lo habían contado, también el policía del barrio, y había leído sobre esos casos en Internet. Unos meses atrás, una amiga la llamó llorando, contando que le habían robado el dinero que guardaba para su funeral.
Por eso, cuando sonó el timbre de la puerta, Sofía ya estaba alerta. En el umbral estaban dos jóvenes de unos veinticinco años, un chico y una chica, que se presentaron como trabajadores de ayuda social.
—No he llamado a nadie —dijo Sofía Navarro con una mirada astuta.
—Vinimos por nuestra cuenta —respondió el chico con una gran sonrisa—. Díganos, ¿compró algo en la farmacia este último mes?
—Claro que compré, a mi edad voy tanto a la farmacia como al supermercado. ¡Tengo noventa años, no es broma! —respondió Sofía Navarro, que podría haber enumerado durante horas todos los medicamentos que había comprado y sus efectos.
Pero a los jóvenes, eso no parecía interesarles mucho.
—El gobierno otorga una compensación por ello. Es una nueva medida de apoyo. Déjenos entrar, encuentra los recibos y tomaremos nota de todo —sugirió la chica.
Sofía Navarro sonrió para sus adentros. Conocía esa táctica: entran a la casa, uno distrae a la dueña mientras el otro registra el lugar y se lleva lo que encuentra.
Y así fue. La pareja entró al salón y, enseguida, la chica le pidió a Sofía que la acompañara a la cocina para darle un vaso de agua.
—Por supuesto, bonita. Y para que tú no te aburras, joven, Bruno se quedará contigo —dijo Sofía Navarro con una sonrisa.
En ese momento, Bruno entró al salón, con aspecto somnoliento pero alerta ante los extraños. Su porte era imponente, a pesar de su avanzada edad.
Sofía y la chica salieron de la habitación, mientras Bruno se acercó lentamente al chico y lo miró fijamente a los ojos.
“Si tocas lo que no debes, te arranco la cabeza”, parecía advertir el perro. El joven estaba petrificado, sin atreverse a moverse.
No fue una sorpresa que, después de tal bienvenida, la pareja recordara asuntos urgentes y decidiera marcharse.
—¿Y la compensación? La de los medicamentos —preguntó Sofía Navarro con cierto sarcasmo.
—Nos pondremos en contacto más tarde —masculló la chica antes de apresurarse hacia la salida.
Sofía Navarro condujo a los visitantes con una mirada firme, cerró la puerta y acarició a Bruno. Luego marcó el número del policía del barrio para describir a la pareja, para que investigaran qué tipo de servicio social era ese.