Demasiado Buena para el Pueblo

**Demasiado urbana para el pueblo**

Cuando Lucía supo que los exámenes se alargarían, respiró aliviada. El verano anterior lo había pasado en el pueblo y lo detestó. Mientras estudiaba en Madrid, vivió con su tía Sonia varios años. Se adaptó tanto a la ciudad que la idea de volver a su aldea en Castilla-La Mancha le resultaba insoportable.

En la universidad, se acostumbró a la independencia y a los placeres urbanos: cafés con leche de avena en terrazas, salidas a bares de tapas y conexión rápida a Internet. En el pueblo, nada de eso existía. ¡Hasta el móvil perdía cobertura! Olvídate de Metro o Uber. En cambio, gallos cacareando al amanecer y perros ladrando sin parar.

Cinco años en Madrid —tres en formación profesional y dos en la carrera— le habían cambiado. Su tía Sonia, que dejó el pueblo joven, era su referente. Aunque añoraba a su madre, la perspectiva de ayudar en la huerta, cargar leña o lidiar con gallinas la aterraba.

—¡Ni aire acondicionado hay! —refunfuñaba.

Los vecinos le parecían simples. Las chicas no sabían de contouring, Tinder o Netflix.

—¿Y cómo ligáis sin apps? —preguntó una vez.

—Aquí todos nos conocemos —respondieron.

Al recordar el verano anterior, se estremecía. Ahora, a finales de junio, el tren y el autobús la llevaban de vuelta. Desde la ventana, veía campos de olivos y viñedos. El autobús, destartalado, la dejó en la plaza.

—¡Mi niña! —su madre, Elena García, la abrazó—. ¡Un año sin verte!

—Mamá, suéltame —murmuró Lucía, aunque se dejó querer.

—¿Tan mala cara? ¡Estás en casa! —dijo Elena, cargando las maletas—. Aquí el aire es puro y la gente, auténtica.

—Demasiado auténtica —susurró Lucía—. Como decía papá: «Si alguien estornuda, a los cinco minutos saben qué virus tienes».

Elena rio.

—Exagera. Pero es bueno: aquí todos se cuidan.

—¿Incluso los que piensan que el sushi es «arroz con bichos»?

—Eres una esnob —replicó Elena, aunque sin dureza—. Te crees superior por vivir en Madrid.

Lucía se encogió. Quizá era cierto. Los vecinos le parecían anclados en el pasado: ni leían, ni viajaban, ni hablaban de nada beyond cosechas.

—Podrían cultivarse, ¿no? —protestó—. La profesora de lengua no sabe ni qué es la pragmática lingüística.

—Ella enseña a niños de primaria —contestó Elena—. ¿Tú sabes podar un olivo o hacer gazpacho?

Lucía calló. Su madre tenía razón: ella ignoraba lo esencial de la vida rural. Aun así, le repelía la monotonía.

—Te falta humildad —insistió Elena—. Aquí se aprende a vivir con lo esencial.

—¡Es aburrido!

—Aburrido es menospreciar lo que no entiendes.

Las semanas pasaron. Lucía se habituó a los gallos, a las tardes lentas y a las fiestas del pueblo con sevillanas en la plaza. Pero no a la gente. Hasta que una noche, su madre le soltó:

—¿Sabes por qué nadie se va? Porque aquí la vida tiene raíces. Como las tuyas, aunque te empeñes en negarlas.

Lucía recordó entonces su infancia: corretear entre viñas, comer tomates recién cogidos, reírse con su amiga Lola. Quizá su madre no estaba tan equivocada.

—No soy como ellos —murmuró, más para sí misma.

—No, cariño. Pero tampoco eres tan distinta —Elena le acarició el pelo—. Las raíces no se arrancan; se llevan.

Esa noche, Lucía miró las estrellas, ausentes en Madrid, y dudó. Tal vez el pueblo no era tan terrible. O quizá sí, pero admitirlo sería perder parte de lo que creía ser.

—Solo queda aguantar —susurró, mientras un grillo cantaba en la oscuridad.

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