Has olvidado invitarnos a la fiesta
Rosa amaba profundamente a su marido. Sentía que había tenido mucha suerte con él. Víctor era un hombre cariñoso y atento que siempre se esforzaba por hacer todo por su amada.
Sin embargo, Rosa no tenía la misma suerte con los familiares de su esposo. Hay un dicho que dice que en cada familia hay una oveja negra. Pero en su familia parecía ser al revés. Parecía que el único normal era Víctor, mientras que todos los demás estaban llenos de peculiaridades.
El suegro, por ejemplo, cada vez que veía a Rosa, le hacía un comentario sobre su figura, insinuando que quizás algo estaba creciendo en su vientre.
Y eso que Rosa estaba en excelente forma, y desde que conoció a los padres de su esposo no había ganado ni un kilo. Pero a Luis A. no parecía importarle. Parecía una frase estándar, y aunque Rosa hubiera perdido diez kilos, probablemente le hubiera dicho lo mismo.
Además, siempre contaba chistes de mal gusto y se reía de ellos, lo cual la incomodaba muchísimo. Le resultaba extremadamente incómodo estar en su presencia. Y además, el hecho de que anduviera por la casa sin camiseta solo añadía más incomodidad.
La suegra, Inés, adoraba enseñar a todo el mundo, incluso sobre cosas que ni ella misma entendía.
Enseñaba a Rosa cómo vestirse a la moda, le aconsejaba cómo cortarse el cabello y qué pintalabios usar. Y cuando Rosa y Víctor se mudaron a su propia casa, Inés se desató. Se metía en todos los rincones criticando y diciendo cómo debería haber arreglado todo.
Había también una hermana menor de Víctor, una joven despreocupada con dos hijos. Los niños eran de diferentes padres y ella no tenía una relación seria con ninguno de ellos. Llevaba a sus hijos a todas partes y porque era madre, esperaba que todo el mundo cediera: que le dieran asiento en el transporte, que le dejaran pasar en las colas, que la atendieran primero.
A pesar de recibir pensión alimenticia de los padres de los niños, recibir beneficios y seguir viviendo a expensas de sus padres, Natalia siempre estaba buscando cosas gratis. Incluso tomaba cosas que no necesitaba. Tenía una especie de emoción al ser la primera en tomar algo. Por eso en su casa había paquetes de pañales que sus hijos ya no necesitaban y que Rosa esperaba vender; montones de ropa innecesaria, juguetes. En definitiva, la mitad de las cosas no las necesitaba, pero, como ella decía, así construía su “negocio”. Simulaba ser pobre y desgraciada para llevar cosas sin costo y luego venderlas.
Sus hijos eran maleducados y descarados, aunque no era culpa de ellos, con una madre así no podían ser de otra manera. Cuando iban de visita, buscaban algo de comer, cogían cosas ajenas sin pedir permiso, y Natalia nunca los regañaba.
Rosa recordaba con horror la única vez que la hermana de su esposo apareció con sus hijos en su fiesta de inauguración de la casa. Les regaló un juego de té que evidentemente había conseguido gratis también, y después de que se fueron, en la casa no quedaron dulces, una nueva vasija estaba rota y en las cortinas había chocolate embarrado. Al menos Rosa quiso convencerse de que era chocolate.
Así que no fue sorpresa que cuando se acercó el cumpleaños de Rosa, decidiera firmemente que no invitaría a los parientes de su esposo. De lo contrario, su fiesta se vería arruinada. El suegro haría bromas fuera de lugar, la suegra daría lecciones sin ton ni son, y Natalia pediría a los invitados cosas innecesarias para sus hijos, mientras estos destrozarían el apartamento de Rosa y Víctor.
A Rosa le preocupaba un poco su decisión por Víctor, pero esperaba que él la comprendiera.
– Víctor, quiero celebrar mi cumpleaños en casa. Invitaré a mis padres y a un par de amigos.
– Genial, estoy de acuerdo, para algo hemos decorado el apartamento con tanto gusto, ¿no? – sonrió él.
– Sí, justo. Ahora parece un estudio de fotografía. Solo que…
– ¿Qué pasa? – preguntó él preocupado.
– Por favor, no te enfades. Pero no quiero invitar a tus familiares.
Víctor suspiró profundamente y asintió.
– Lo siento, pero me resulta muy complicado estar con ellos. Y en mi cumpleaños quiero relajarme, no esperar siempre el lío, – dijo Rosa sintiéndose culpable.
– Lo entiendo, no necesitas explicarme. Son difíciles.
– ¿No estás enfadado?
– No, para nada. Es tu día y debe ser como desees.
Rosa volvió a convencerse de que su marido era el mejor hombre del mundo. Y no pudo evitar sorprenderse de nuevo. ¿Quizás era adoptado? Eso lo explicaría todo.
Rosa no les dijo a los padres de Víctor que celebraría su cumpleaños. Les dijo que esa vez estarían solos. Y le pidió a su esposo que no les mencionase nada.
Aun así, se enteraron de algo. La suegra llamó a la madre de Rosa para consultar sobre un tema profesional, y esta se lo soltó.
– ¡Mira cómo nos trata tu esposa! – gritaba Inés. – ¿No fuimos bienvenidos, verdad?
– Mamá, – intentaba calmarla Víctor, – Rosa quería celebrar solo con sus padres y un par de amig@s cercan@s. Es su cumpleaños y es su decisión. Si fuera una fiesta grande, los habríamos invitado.
– Lo entiendo. Y dile a tu esposa que estamos muy ofendidos.
Su madre colgó el teléfono y Víctor sacudió la cabeza. Él comprendía a su esposa a la perfección. Quizás no era correcto decirlo, pero toda su vida le había dado vergüenza su familia. Y no quería que Rosa sintiera vergüenza también.
Por eso no le dijo nada, no quería arruinar la celebración. Decidió contarle lo que había dicho su madre después del cumpleaños.
Por la mañana, cuando Rosa cumplió veintiséis años, Víctor le regaló un ramo de flores y un vale para un spa. Sabía que Rosa había estado muy estresada ese año. Primero fue su boda, luego la reforma y la mudanza. Y además en el trabajo estaba saturada. Así que quería descansar.
Al mediodía empezaron a llegar los invitados. Rosa se esforzó: preparó una deliciosa comida, se vistió elegantemente y se peinó. Se notaba cuán feliz estaba y esperaba de esa celebración un sinfín de experiencias.
Pero no se imaginaba las experiencias que le esperaban.
Cuando todos estaban asentados, sonó el timbre.
– Probablemente sea la tarta, – se levantó Rosa, – la encargué en el último momento y la olvidé completamente.
Abrió la puerta con una sonrisa, pero esta se borró al instante de su rostro. Delante de ella estaban los invitados no deseados. Todos ellos.
– ¡Feliz cumpleaños, Rosa! – dijo la suegra con los labios apretados. Y le extendió una rosa. – ¿Nos dejarás entrar?
No había mucho que hacer, así que les hizo un espacio para que pasaran.
El ambiente se hizo ruidoso. Los hijos de Natalia se quitaron los zapatos y corrieron hacia la mesa. El suegro enseguida comentó que Rosa no había elegido bien la talla del vestido.
– Necesitarías una talla más, – se rió.
– Seguro que nos olvidaste invitar, – continuó diciendo la suegra, – veo que tienes invitados, pero no estábamos en la lista. ¡Madre mía, Rosa! Invitaste a gente y olvidaste limpiar el suelo.
Rosa quiso decir que fueron sus nietos los que ensuciaron, pero decidió no hacerlo.
El humor decayó. Los niños comenzaron a hacer ruido, agarraban la comida con las manos y se metían en los armarios buscando dulces. Y luego el más pequeño se puso a llorar porque no había tarta.
– Podrías haber comprado tarta, mira cómo Sergio está triste, – le echó en cara Natalia. – ¿Eso te regalaron perfumes? Déjame probarlos. Luego me das los que ya no uses.
Durante todo ese tiempo Rosa no había dicho una palabra. Víctor también estaba callado, observando a su familia. Cómo se acomodaban a la mesa, cómo pedían platos, cómo su madre criticaba la comida y su padre hacía bromas extrañas.
Pero la paciencia de Víctor se agotó cuando vio que Natalia, pensando que nadie la veía, robaba un sobre con dinero que estaba en la mesa cercana. Era donde estaban todos los regalos.
– ¡Déjalo donde estaba! – gritó Víctor.
– ¿De qué hablas? – parpadeó Natalia haciendo los ojos grandes.
– Lo vi todo.
– Solo quería añadir dinero, no me dio tiempo a comprar un sobre, – empezó a excusarse su hermana.
– Víctor, no seas tan duro con Natalia, no estropees la velada, – le reprendió su madre. – Mejor dile a tu mujer que es una falta de respeto no invitar a la familia.
– Y fíjate en la talla del vestido también, – dijo riéndose el suegro, – porque, Rosa, todas tus curvas se notan en él.
– ¡Basta! – Víctor golpeó la mesa, haciendo que incluso los niños se callaran. – Mamá, papá, Natalia, es hora de irse.
– ¿Qué? – exclamó indignada su madre. – ¿Cómo te atreves?
– ¿Cómo os atrevéis a venir sin invitación? ¿Cómo os atrevéis a insultar a mi esposa? ¿Cómo se atreven tus hijos, Natalia, a comportarse así de mal? Mientras no aprendáis modales, no tenéis nada que hacer en esta casa.
Por supuesto, hubo una escena. Y Rosa suspiró de alivio solo cuando los no invitados se fueron.
Naturalmente, el cumpleaños se había arruinado. Y aunque los amigos y padres intentaron animar a Rosa, era difícil recuperar el buen ánimo.
Pero hubo un lado positivo: Rosa se convenció una vez más de que había elegido bien a su compañero de vida. Un hombre que la defendía, que plantaría cara incluso a su propia familia. Y pase lo que pase, Rosa sabía que él estaría de su lado. Y eso, probablemente, fue el mejor regalo de su vida.