Tras cuatro años juntos: ¡Él me pisoteó y humilló por mi peso!
Me llamo Lucía Martínez y vivo en Consuegra, un pueblo toledano donde los molinos de viento vigilan callados las calles empedradas. Nunca imaginé que mi vida se convertiría en esta pesadilla. Hemos roto. Cuatro años y tres meses compartiendo risas, lágrimas, sueños… Y ahora estoy sola, con el corazón hecho añicos. Dirán: «¿Y qué? La gente se separa cada día». Sí, es cierto, pero no le perdonaré esta traición: una puñalada trapera que clavó con sonrisa fría.
Todo era casi perfecto. Había discusiones, sí, pero nunca gritos desgarradores. Vivíamos en armonía hasta que la vida me golpeó sin piedad. Por un dolor personal que me consumía, empecé a engordar. No era una modelo, pero antes tenía una figura equilibrada. Los kilos subieron, y mi novio —ahora ex, Jorge— se transformó en verdugo. Se mofaba de mí, me vejaba como si fuera basura.
No dudaba en ridiculizarme en público. Recuerdo una cena con amigos, borracho, soltando chistes sobre mis «michelines», señalándome con el dedo mientras los demás reían. Sus excusas etílicas no borraban el dolor: me sentía insignificante, rota. Los últimos meses lloraba más que respirar. Y él lo sabía: conocía cada detalle de mi infierno interior. Aun así, seguía escupiendo veneno, como si fuera desecho. Cada palabra suya agrandaba mis heridas.
Una mañana estallé. Ahogada en llanto, grité: «¡Lárgate!». Ni parpadeó: parecía esperarlo. Recogió sus cosas en silencio, cerró la puerta y se esfumó. Tras cuatro años, me abandonó a mi suerte: sola, retorciéndome en la oscuridad. Me quedé vacía, con preguntas sin respuesta. ¿Había otra? Nunca vi señales: ni llamadas raras, ni citas ocultas… ¿O encontró a alguien delgada, radiante, todo lo que yo ya no era?
No busco consejos ni lástima. Solo vomitar este fuego que me quema por dentro. Jorge no solo mató nuestro amor, sino mi autoestima. Cada mirada burlona, cada comentario sobre mi cuerpo, son cicatrices en el alma. No olvidaré sus risas ante otros, su desprecio, como si dejara de ser mujer para él. Sabía que luchaba contra mis demonios, pero en vez de apoyarme, me hundió más. Y se fue, sin mirar atrás.
A veces imagino que está con otra: etérea, de cintura estrecha y risa cristalina. ¿Soñaba con ella mientras yo engordaba entre lágrimas? Esa duda me carcome, pero prefiero ignorarla: la verdad me destruiría. Cuatro años entregándole todo —amor, alma, tiempo—, y él me escupió y marchó. Me dejó con kilos de más, rencor y la certeza de no merecer ni un rayo de luz.
Pero resistiré. Sé que saldré de esto. Entre lágrimas, reconstruiré mis pedazos. Cada día me odio al espejo: no por el peso, sino por permitir que me quebrara. Él se fue; yo quedo luchando contra sus voces que susurran: «No vales nada». Solo pido una cosa: que este infierno termine. Que las heridas cicatricen, que vuelva a sentirme viva. No le perdonaré, pero sobreviviré a su traición… por mí.