Me regalaste un apartamento

—Esta es mi casa —la madre y la familia se oponían a que su hija echara a su prima embarazada.

¿Acaso no me regalaron el piso?

—¿No lo entiendes? ¡Es familia! ¿Cómo puedes hacerle esto a tu propia sobrina? ¡Está embarazada, no tiene dónde ir!

Lucía permanecía sentada en la cocina, apretando el móvil. La voz de su madre en el auricular sonaba a la vez suplicante y acusadora. Típico de mamá: incluso al pedir favores, ejercía presión.

—Mamá, no me importa ayudar, pero… —Lucía titubeó, buscando palabras—. Carmen lleva viviendo aquí ocho meses. ¡Ocho! ¿Recuerdas cuando tía Rosa dijo que serían «un par de semanas hasta que encuentre trabajo»?

—¿Y qué? Los tiempos están difíciles, encontrar empleo…

—¡Ni siquiera lo intenta! —Lucía sintió una oleada de irritación—. Ayer pasó el día en el baño haciendo mascarillas para el pelo. Luego viendo series. Después…

—Cariño, está en estado…

—¡Lo supo hace un mes! ¿Y antes qué la impedía buscar?

Un silencio espeso llenó la línea. Lucía escuchó el suspiro profundo de su madre. Ese gemido característico que significaba: «Qué hija tan desalmada, yo no te crié así».

—Mamá, este piso es mío. Compraron la parte a tía Rosa para mí, ¿recuerdas?

—Técnicamente —la voz materna se volvió fría—, el piso es nuestro. Solo te permitimos vivir aquí.

Lucía cerró los ojos. Ahí estaba. Otra vez.

—Creí que era un regalo. Por graduarme de la universidad.

—¡Claro que fue un regalo! Pero entiendes que en la familia…

—¿Qué debo entender? —interrumpió Lucía— ¿Que aguante que Carmen consuma mi comida, use mis cosméticos y traiga a su novio cuando no estoy? Por cierto, el mismo del que ahora está embarazada.

—¡Lucía! —la voz de su madre adquirió un tono metálico—. ¡Tía Rosa hizo tanto por nosotros! Cuando tu padre enfermó, ¿quién nos ayudó? ¿Quién te cuidaba mientras yo me partía el lomo en dos trabajos?

Lucía suspiró. Había escuchado esa letanía mil veces. La deuda eterna con tía Rosa, que jamás se saldaría.

—Mamá, le estoy agradecida, de verdad. Pero eso no significa que deba…

—Tía Rosa llamó ayer —la interrumpió su madre—. Lloraba. Dice que acosas a Carmen por cada detalle.

Lucía resopló.

—¿Detalles? ¡Usó mi jersey nuevo sin permiso y lo manchó de zumo! Dijo: «Bueno, no te molestarás, somos familia». ¡Ni siquiera se disculpó!

—Dios mío, Lucía, es solo un jersey…

—¡No es el jersey! —sintió un nudo en la garganta—. Es respeto. Límites. Llegar a casa y sentirme invitada en mi propio hogar.

Nuevo silencio. Luego, su madre habló queda pero firme:

—Tu abuela se entristecería al oírte. Para ella, la familia era…

—Basta —cortó Lucía—. No uses a la abuela cada vez que quieres manipularme.

—¡Pero es cierto! Este piso viene de su herencia. Ella quería que…

—¿Qué? ¿Que viviera con Carmen para siempre? ¿Que soportara sus caprichos? ¿Que…?

El móvil vibró: otra llamada. Tía Rosa. Por supuesto.

—Mamá, me llama tía. Seguro para decirme qué mala prima soy.

—Contesta, Lucía. Habla con humanidad.

—Vale —suspiró—. Luego te llamo.

Cambió de línea, preparándose mentalmente.

—Hola, tía.

—¡Lucita! —voz edulcorada—. ¿Cómo estás, cielo?

«Cielo». Lucía frunció el ceño. Tía solo usaba ese apelativo cuando quería algo.

—Bien —respondió seca.

—Carmencita me cuenta que tienen… ¿desavenencias?

Lucía puso los ojos en blanco. Desavenencias. Claro.

—Tía, cuando propusieron que Carmen se quedara, hablaron de dos semanas. Un mes máximo.

—¡Ay, no cuentes el tiempo como un notario! —rió con irritación—. La familia no lleva cuentas.

—¿Y cómo actúa la familia? —la ira brotó— ¿Entrando sin permiso? ¿Tomando cosas ajenas? ¿Recibiendo visitas en mi ausencia?

—Cariño, Carmen es sociable, está acostumbrada a…

—¿Sabes a qué más está acostumbrada? A que otros decidan por ella. Mis padres compraron su parte del piso. Fue un regalo para mí.

—No exactamente —la voz de tía Rosa se enfrió—. Es herencia familiar. Tu madre y yo acordamos…

—Acordaron vender su parte a mis padres —afirmó Lucía—. Pagaron el valor completo.

—¡Siempre el dinero! —voz quebrada—. ¿Y el bebé? ¿Dónde irá? ¿A la calle?

—Tiene novio. El padre, por cierto.

—¡Es un irresponsable! Se fue de Madrid al saber del embarazo.

«Me pregunto por qué», pensó Lucía, pero dijo:

—Tía, ustedes tienen un ático de tres habitaciones. Viven solos. ¿Por qué Carmen no va allí?

Silencio. Lucía casi veía a su tía buscando excusas.

—A tu tío le molesta el ruido. Trabaja en casa. Además, ustedes siempre se llevaron bien. ¡Será una experiencia maravillosa cuidar al bebé!

«Llevarse bien». Lucía sonrió amarga. Carmen siempre fue la consentida. La «espontánea» a quien todo se perdona. Mientras Lucía era la «sensata» que debía ceder.

—Tía, no puedo más. Hoy hablaré con Carmen. Debe buscar otro sitio.

—¿¡Qué!? —chilló—. ¡No puedes! ¡El estrés le hará daño al bebé!

Lucía contuvo insultos. Ahí estaba: el chantaje emocional.

—No la echo hoy. Le daré un mes.

—¡Llamo a tu madre! —vociferó—. ¡Es indignante! Tras todo lo que hicimos por ti.

La llamada se cortó. Lucía dejó el móvil temblándole las manos.

La puerta se abrió. Tacones repiquetearon.

—¡Luci! —voz melosa de Carmen—. ¿Estás ahí? ¡Imagínate, vi a Laura! ¿La del instituto? Se casó con un informático rico. ¡El anillo que llevaba…!

Carmen entró bronceada, uñas impecables, vaqueros caros. Nada de embarazada desvalida.

—Oye, ¿por qué no redecoramos? —se desplomó en una silla—. El sofá quedaría mejor junto al ventanal. Y cuando nazca el niño, necesitaremos un rincón infantil…

Lucía la miró. Algo se rompió dentro.

—Carmen, debemos hablar.

—Ay, ahora no —hizo un gesto—. Me duele la cabeza. Son las hormonas. Me acuesto.

Se levantó.

—Carmen —elevó la voz—. Debes irte.

Carmen se congeló.

—¿Qué?

—Tienes un mes para buscar piso.

—¿Bromeas? —palideció—. ¡Es herencia de la abuela! ¡Tengo derecho a estar aquí!

—No. Mis padres compraron la parte de tu madre. Legalmente, es suyo.

—¡Me importa un bledo lo legal! —gritó—. ¡Somos familia! ¿No entiendes? ¡Estoy embarazada!

—Tus padres están en Sevilla. Está el padre del niño. Tus amigas.

—¡Llamo a mamá! —sacó el móvil—. ¡Te hará entrar en razón!

—No hace falta —negó Lucía—. Ya hablé con ella.

Carmen la miró con odio.

—¡Te arrepentirás!

Salió dando un portazo.

Lucía contempló la calle. En lugar de culpa, sintió alivio. Fatiga infinita de tanto «deber familiar» unilateral.

El móvil vibró. Mensaje de su madre: «Tía Rosa está histérica. ¿Qué has hecho?».

No respondió. Abrió el navegador: «Alquiler de pisos en Barcelona».

Tres meses después. Lucía estaba en una terraza de Las Ramblas, nieve húmeda cayendo. Frente a ella, Miguel —su novio, conocido en Madrid, establecido antes en Barcelona—.

—¿Te arrepientes? —preguntó él, removiendo el café.

Ella negó.

—Solo de no haberlo hecho antes.

Su móvil vibró. Llamada de su padre.

—Hija, noticias —dijo solemne—. Vendimos el piso.

—¿El de la abuela? ¿Y…?

—Carmen se fue con sus padres —explicó—. Tras tu marcha, intentó quedarse, pero… Vendimos. El dinero es tuyo.

—¿Mío? —Lucía no lo creía.

—Tuyo —sonrió por teléfono—. Era tu regalo de graduación. Tu madre y yo… nos equivocamos cediendo a presiones. Perdón.

Lucía contuvo lágrimas.

—Papá, no sé qué decir…

—No digas nada. Sé feliz. Estamos orgullosos. De que defendiste tus límites.

Al colgar, Miguel le tomó la mano.

—¿Qué pasó?

—Creo que acabo de hacerme adulta —susurró—. De verdad.

Fuera, la nieve borraba huellas del pasado, abriendo espacio para una vida donde ella decidía quién entraba en su hogar y su corazón.

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