Lucía Fernández se volvió, observando a la mujer que tenía frente a sí sin reconocerla.
La desconocida avanzó resbalando en el hielo invernal de Madrid. Lucía la sostuvo antes de que cayera y contuvo el aliento.
—¿Ángela? ¡Ángela Martínez! ¡Dios mío! ¿De dónde sales?
—Iba pasando por el colegio Cervantes y te vi salir. ¡No me lo creo! ¿Qué tal estás? ¿Sigues en Valencia?
—¿Perdona? Te llamé mil veces, pero tu número…
—Se me perdió el móvil. La vida… ya sabes. Pero cuéntame de ti.
—¡Venga, no hablemos aquí! Mañana tenemos una cena en casa. ¿Te apuntas? Vivimos en un ático en Chamberí.
—No quiero molestar…
—¡Tonterías! ¿No éramos uña y carne en el parvulio? ¿Dónde te quedas?
—En un hotel. La empresa me lo paga.
—Pues ven. ¡Te presento a Borja! ¿Te acuerdas de él? El chico que nos llevaba en su bici…
—¿Borja… Abad? ¿Aquel del portal de al lado?
—¡El mismo! Llevamos ocho años casados. Tenemos dos niños: Pablo y Clara. ¿Y tú?
—Vendré mañana. Prometido.
Al llegar a casa, Lucía —«mamá» para sus hijos— comentó a Borja el encuentro.
—¿Ángela Martínez? ¿La que montaba en el portaequipajes de mi bici?
—Sí. Siempre protestaba porque tú me llevabas en el cuadro. ¡Qué tiempos!
—¿Y por qué viene ahora?
—Dice que está aquí por un curso. Es agente inmobiliaria.
Lucía, maestra de primaria en el colegio San Isidro, adoraba su trabajo. Pero esa noche, mientras preparaban paella con Borja, una inquietud le corroía el pecho.
A las siete, llegaron los amigos: Olegario y Marta con su hijo de tres años. Pablo, de cinco, se refugió en su cuarto con los dibujos. La velada transcurría entre risas hasta que sonó el timbre.
Ángela irrumpió como un huracán: vestido ceñido, perfume caro, pelo impecable. Borja palideció; Olegario se enderezó. Ella cautivó a todos con anécdotas «graciosas» que pintaban a Lucía como torpe o ingenua.
En la cocina, Lucía contuvo lágrimas. Oyó entonces:
—Vives en un ático mientras yo malvivo en un estudio. ¡Exijo un piso igual! O… ¿prefieres que le cuente a tu mujercita lo de nuestro «hijo»?
Lucía regresó al salón, lívida.
—¿Dónde están?
—En el balcón —respondió Marta.
Al volver, Borja intentó hablar.
—Lucía, esto no es…
—¿Cuánto le has dado? ¿Cinco años pagando por un niño que no existe? —interrumpió ella, señalando a Ángela—. Usaste fotos de ese actor de «Verano Azul», ¿verdad?
Ángela soltó una risa estridente.
—¡Qué más da! Él me dio el dinero «voluntariamente». En los tribunales, diré que éramos amantes.
Lucía bloqueó la puerta.
—Devolverás cada euro.
Borja, rojo de vergüenza, confesó:
—Me chantajeó con un embarazo falso. Juró que era mío…
Ángela esquivó a Lucía.
—Adiós, princesa. Gané.
Esa noche, tras acostar a los niños, Lucía miró a Borja.
—Nunca más secretos.
—Lo juro.
Ella suspiró.
—Menos mal que no eras tú el del anuncio de ColaCao…
Borja sonrió, aliviado. El miedo a perderla se esfumó. Fuera, la nieve seguía cayendo sobre Madrid, limpia.