— Mamá dijo que el restaurante está confirmado —Estela hablaba como si no notara la tensión en la voz de Lucía—. Y lo del dinero. ¿Tú y Alejandro ya habéis transferido todo?
Lucía guardó silencio unos segundos, buscando palabras, pero Estela continuó:
—La suma no es grande, la verdad. Hasta pensé en añadir de mi bolsillo, pero con mis gastos… Es para mamá, entiendes.
—Espera —la interrumpió Lucía, conteniéndose—. Esto no lo acordamos. Alejandro no me dijo nada.
—Ay, ya sabes cómo es él, siempre olvida todo —rió Estela, como si fuera normal—. Le dije que os tocaba unos cuatrocientos euros. ¿No es razonable para la ocasión?
Las palabras sonaban a decisión irrevocable. Lucía apretó el móvil, sintiendo arder la irritación.
—¿Cuatrocientos euros? —repitió lentamente.
—¡Sí, hasta conseguí descuento! Incluye pasteles y servicio. Mamá estará encantada. Bueno, no te agobies, ya pagué el adelanto. Alejandro dijo que lo transferiríais.
Estela colgó sin esperar respuesta.
Lucía permaneció inmóvil, con un nudo en la garganta. «Siempre el mismo juego de un solo lado», pensó.
***
Por la noche, el aire en la cocina vibraba como una cuerda tensa. Alejandro abrió la nevera, sacó una cerveza y, sin mirarla, murmuró:
—Estela me contó que te negaste a dar dinero para el restaurante.
Lucía contuvo la respiración.
—¿Negarme? ¿Eso dijo? —se levantó, conteniendo el temblor—. ¡Ni siquiera lo supe hasta que ella llamó!
Él se volvió, frunciendo el ceño.
—Vamos, no lo hace por ella. Mamá no cumple setenta todos los días.
—¿Y está bien que decida por nosotros? ¡Cuatrocientos euros, Alejandro! —bajó la voz para no despertar a su hijo—. ¿Te parece normal?
Él encogió los hombros.
—Es mamá. Estela se ha esforzado.
Lucía resopló.
—Claro, es fácil esforzarse con el dinero ajeno. ¿Por qué accediste? ¡No lo hablamos!
—Déjalo ya —masculló él, llenando un vaso—. Quiere ayudar.
—¿Ayudar a quién? ¿A nosotros o a sí misma? —Lucía alzó la voz, luego la suavizó—. No aguanto más. Ella pide, pide, y después desaparece.
Alejandro observó su bebida.
—¿Qué quieres que haga? Habla con ella.
—Ya lo hice —cortó ella—. Dijo que era nuestra obligación.
—Quizá su vida es más difícil que la nuestra.
—¿Difícil? ¡Solo usa a los demás! ¡Y tú la apoyas!
La discusión se estancó. Él murmuró algo y se marchó, dejándola sola.
***
La mañana siguiente comenzó con otra llamada. Lucía respondió con frialdad.
—¡Hola, Lucía! ¿Tienes tiempo? —Estela sonaba eufórica.
—Dime —respondió seca.
—Necesito ayuda. Monté una tienda online con una vecina. Debo pagar unos trámites, pero estoy sin liquidez. ¿Me prestas tu tarjeta? Solo unos días.
Lucía tardó en reaccionar.
—¿Mi tarjeta? ¿En serio?
—¡Sí! Seré cuidadosa. Te lo devuelvo todo.
—No. Es innegociable.
Silencio al otro lado.
—¿Me niegas algo tan simple? —la voz de Estela vaciló—. Somos familia.
—Precisamente por eso —Lucía apretó el móvil—. Mi tarjeta, mis normas.
Colgó, sintiendo rabia y alivio. Estela cruzaba todos los límites.
***
Esa noche, Alejandro llegó taciturno.
—Tu hermana llamó otra vez —anunció ella.
—¿Y?
—Quería mi tarjeta. Le dije que no.
Él la miró, incrédulo.
—¿Por qué no ayudaste? Es familia.
—¿Ayudar o permitir que abuse? —Lucía exhaló hondo—. Siempre igual.
—Exageras. Solo pedía un favor.
—¿Y cuándo devolverá lo anterior? ¡El dinero del coche, por ejemplo!
Alejandro evitó su mirada y se marchó.
***
Una semana después, en una comida familiar, Estela dominaba la conversación:
—¡Nuestro proyecto será un éxito! Todo con esfuerzo propio —declaró, radiante.
Lucía intervino con calma glacial:
—¿Esfuerzo propio… o con tarjetas ajenas?
El silencio cayó sobre la mesa.
—¿Qué insinúas? —Estela palideció.
—Me pediste mi tarjeta. Y Alejandro te dio dinero para el coche. ¿Lo devolviste?
—Son tonterías —murmuró Estela, roja de vergüenza.
—Tonterías son tus excusas —Lucía no cedió—. Vives a costa de los demás.
—¡Eres una envidiosa! —Estela golpeó la mesa y huyó.
Alejandro se levantó, dolido.
—¿Por qué hiciste esto? Es mi hermana.
—Y tú prefieres defenderla antes que a nosotros —respondió ella, firme.
Él salió tras Estela. Esa noche, no regresó. Su mensaje decía: «Necesito tiempo».
Lucía, sentada en el sofá, sabía que había hecho lo correcto. Pero el sabor amargo persistía.