Lo cierto es que mi destino es estar solo y triste en Navidad y Año Nuevo.
Tengo un amigo que conozco desde que éramos niños. Se llama Miguel. Estudiamos en la misma escuela, luego la vida nos llevó por caminos distintos, pero nunca perdimos el contacto.
Miguel es una persona reservada, no le gusta la multitud, no va de visita ni invita nunca a su casa.
Año tras año, cuando se acercan las fiestas, lo invito a compartir la Navidad en nuestra mesa y a levantar las copas al sonar las campanadas en Año Nuevo. Pero él siempre se niega cortésmente.
— No son mis fiestas — me dice —. No encuentro nada alegre en ellas.
Siempre me ha costado entender cómo se puede no amar el Año Nuevo, un tiempo de milagros, regalos, risas, encuentros con los seres queridos.
Pero un día, después de años de silencio, me contó la verdad.
Una verdad que estuvo intentando acallar durante mucho tiempo.
Una infancia llena de miedo y alcohol
En su infancia, Miguel no sabía lo que eran las acogedoras fiestas en familia.
Su padre bebía.
No era simplemente un hombre que se tomaba una copa o dos en la noche. Era un alcohólico, alguien que gastaba todo su dinero en alcohol, que volvía tarde a casa y cualquier día, ya fuera un martes normal o la víspera de Navidad, empezaba a maltratar a su familia.
Cada noche se convertía en una tortura.
— ¡Levántense! — ordenaba al entrar en casa —. ¡Deben ver cómo el dueño de la casa cena!
Miguel y su madre se levantaban y permanecían de pie junto a la mesa mientras el padre, con aires de importancia, cenaba.
Y después comenzaba su discurso favorito:
— ¡El dinero es polvo! ¡Está para disfrutar! ¿Qué nuevos zapatos? ¿Qué libros? ¡Ya vas al colegio, no hace falta gastar en tonterías!
Él gastaba hasta el último céntimo.
Cuando no quedaba nada, pasaba al siguiente nivel:
— ¡Ven aquí, ¿qué escondes?! ¡Sé que tienes algo!
La madre de Miguel intentaba ahorrar un poco para cuadernos para su hijo, comida, o algún pequeño regalo para Año Nuevo.
Pero él se lo quitaba todo.
Bebía hasta no dejar nada.
Navidad sin milagros, Año Nuevo sin esperanza
Cada fiesta en la casa de Miguel era igual.
Sobre la mesa, algunos trozos de manzana seca, un par de bocadillos, un frasco de pepinillos.
Madre e hijo esperaban en silencio.
Esperaban que, tal vez, el padre volviera sobrio.
Que, quizás, aportara algo para la cena festiva.
Que, de repente, dijera: «Feliz Navidad» o «Feliz Año Nuevo».
Pero él regresaba tarde.
Siempre borracho.
Siempre apestando.
Siempre con los bolsillos vacíos.
Todo lo que había en el sobre con la paga extra de fin de año lo dejaba en el bar.
Así pasaron los años.
Y cuando él falleció, nada cambió.
Un hombre solo con el corazón pesado
Cuando Miguel se quedó solo, su madre vivió unos cuantos años más.
Y luego se fue también.
Él quedó solo.
Y comprendió que no quería formar una familia.
Ni celebraciones.
Ni ninguna clase de alegría.
No quería repetir el destino de su padre.
No quería ser la persona que arruinara la vida de alguien.
Cada año, cuando todos preparaban las mesas, sacaban las copas, intercambiaban regalos, Miguel se marchaba.
Compraba un billete a otra ciudad, alquilaba un hotel y se quedaba solo en la habitación.
O se iba a las montañas, donde podía escuchar el crepitar de la leña en la chimenea y mirar el fuego.
Allí, junto a la lumbre, encontraba el calor que nunca conoció en su infancia.
Allí, en soledad, se sentía un poco libre.
Solo allí podía respirar.