**La hija no querida**
Desde pequeña, Lucía creyó ser adoptada. Una vez, revisando papeles en casa, encontró su partida de nacimiento: sus padres biológicos figuraban allí. Lejos de aliviarla, la confirmación la sumió en confusión. ¿Qué tenía de malo para que no la quisieran?
Era la mayor. Tres años después nació Ana. Lucía apenas recordaba su vida antes de la llegada de su hermana, pero después todo fue claro: a Ana la consentían. Le compraban ropa nueva; Lucía heredaba la usada de su prima. Si Lucía sacaba malas notas, la castigaban sin televisión o salidas. Si Ana suspendía, su madre la abrazaba: «Las notas no definen a nadie».
La frase que odiaba Lucía era «Ana es la pequeña», seguida de «déjale el juguete» o «que ella tome el último postre». Al crecer, Ana notó el favoritismo y lo explotó con talento dramático: lloraba a voluntad, adulaba a sus padres. Lucía, sin tácticas, solo golpeaba puertas ante las injusticias.
Lucía no entró en la universidad pública. Sus padres alegaron no poder pagarle estudios, aunque invertían en academias para Ana. Tras el primer año de formación profesional, Lucía empezó a trabajar. Con su primer sueldo alquiló un piso y se mudó. La convivencia se había vuelto insostenible.
Ana, sabiendo que todo se le permitía, abandonó los estudios y salía de fiesta. ¿Para qué esforzarse si pagarían su matrícula? Además, robaba ropa y maquillaje de Lucía. Una vez, acusó a su hermana de esconder cigarrillos. Los padres creyeron a la menor.
Lucía cortó el contacto. El rencor persistía. Visitar a sus padres significaba escuchar elogios a Ana y reproches absurdos hacia ella. Tras graduarse, Lucía ascendió en su trabajo, compró un piso en hipoteca con su novio Javier y adoptaron un gato. Comenzó terapia: sus complejos infantiles obstaculizaban su deseo de formar una familia armoniosa. «Tendré un solo hijo», pensaba, temiendo repetir el patrón.
Javier le propuso matrimonio. Se casaron sin ceremonia, evitando a los padres de Lucía. Con su suegra, en cambio, tuvo complicidad. «No es culpa tuya —le dijo esta—. Hay quienes reparten amor con medida. Tú ya eres hija mía».
Una noche, mientras veían una serie, sonó el teléfono. Era su madre, algo inusual.
—¿Pasa algo? —preguntó Lucía, pausando la televisión.
—¡Hija, es Ana! —gritó su madre—. ¡La han detenido! Dicen que atropelló a alguien borracha, sin carné… ¡Pueden enviarla a prisión!
Lucía contuvo una risa amarga. Claro, Ana la intocable.
—¿Y qué quieren? —preguntó fría.
—Vamos a sobornar a la policía y indemnizar al herido. Necesitamos tu dinero del coche.
Lucía tragó saliva.
—¿Estás loca? ¿Encubrir un delito?
—¡Es tu hermana! —rugió su madre—. Tú también cometiste errores.
—¿Cuáles? ¿Olvidar el pan? —replicó Lucía—. No daré un euro. Que asuma las consecuencias.
—¡Egoísta! ¡Te dimos todo!
—Todo menos amor —cortó Lucía—. Ahora recojan lo que sembraron.
Colgó. Javier la abrazó mientras lloraba. Al secarse las lágrimas, sintió libertad.
Meses después, supo que Ana recibió una condena leve. Los sobornos fracasaron.
Lucía quedó embarazada. Al nacer su hija, supo que quería más hijos. Con Javier y su suegra, aprendió que el amor no tiene límites.
Informó a sus padres del nacimiento. Respondieron: «Solo tenemos una hija».
La indiferencia de Lucía sorprendió hasta a ella misma. No les debía nada. Habían elegido perder una nuera y una nieta. Ella, en cambio, ganó una familia que la eligió cada día.