No importa lo que digan: ¡sin dinero no hay felicidad!

Quien diga lo contrario, se equivoca: ¡la felicidad sin dinero no existe!

Cuando las ilusiones se rompen contra la realidad
Desde pequeño me inculcaron que el dinero no lo es todo.

—Lo importante es estar rodeado de buenas personas —decían mis padres.
—Lo importante es el amor, no la riqueza.

Yo les creía.

Luego crecí.

Y comprendí cuán equivocados estaban.

Me casé por amor, pero no fue suficiente.
Conocí a Lucía cuando aún era estudiante.

Nos queríamos tanto que no podíamos respirar el uno sin el otro.

Cuando nos casamos, no teníamos ni nuestro propio hogar, ni ahorros, ni certezas sobre el futuro.

Pero eso no nos importaba.

Éramos felices.

Tuvimos hijos. La casa se llenó de su risa, sus juguetes, su alegría.

Todo parecía tan luminoso, tan correcto.

Los amigos nos rodeaban, y en las festividades nos reuníamos en grandes celebraciones, y me parecía que así sería siempre.

Pero la vida no favorece a los que creen en cuentos de hadas.

Cuando no hay dinero en casa, la felicidad se desvanece.
El primer golpe llegó de repente.

Me despidieron.

Me quedé sin trabajo, sin estabilidad, sin certezas.

Lucía siguió trabajando, pero su salario no era suficiente para nada.

Al principio solo empezamos a ahorrar.

Luego dejamos de invitar gente porque no teníamos con qué agasajar.

Poco a poco las sonrisas desaparecieron de nuestros rostros.

Ya no podía permitirme ni las cosas más simples.
A mi esposa siempre le gustaron las cosas bonitas, los buenos cosméticos, los perfumes caros.

Pero ahora tenía que rebuscar en tiendas de segunda mano, buscar rebajas, comprar lo más barato.

Aprendió a no mirar la calidad, solo el precio.

Y yo la miraba y veía cómo se apagaba la chispa en sus ojos.

Odiaba el jabón barato en el baño, odiaba el detergente barato, odiaba todo lo que le recordaba nuestra pobreza.

La perdía día a día, poco a poco.
Se volvió irritable.

Empezó a enfadarse conmigo.

Me miraba con reproche, y yo entendía que ya no veía en mí al hombre que pudiera cambiar algo.

Intenté encontrar trabajo.

Pero todo lo que me ofrecían era vigilancia en un edificio en construcción por el salario mínimo.

Acepté porque no había otra opción.

Pero no era suficiente.

Lucía cada vez hablaba menos. Cada vez se giraba más.

Y yo no sabía qué decir.

Solo encogía los hombros:

—¿Qué puedo hacer?

—No somos los únicos —decía yo.

—A muchos les pasa —intentaba consolarla.

Pero en el fondo sabía que eso era una debilidad.

Ella sabía que era una debilidad.

Y el amor que una vez nos pareció inquebrantable, se derretía como la nieve.

Mis padres se equivocaban. El dinero lo es todo.
Estoy enfadado.

Conmigo mismo.

Con Lucía.

Con mis padres, que no me enseñaron a luchar por el dinero, que no me inculcaron el deseo de ganarlo.

Decían que el dinero no era lo más importante.

Pero fue precisamente su falta lo que destruyó mi familia.

No fue la falta de amor.

No fue la traición.

Fue simplemente la pobreza.

Y ahora lo sé: sin dinero, no hay felicidad.

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No importa lo que digan: ¡sin dinero no hay felicidad!