Amigos salieron de vacaciones y dejaron las llaves de la casa de campo.

Mis amigos estaban de vacaciones y me dejaron las llaves de su casa de campo. Ya sabes, por si quería hacer una barbacoa en la naturaleza o tal vez desyerbar las verduras del huerto. Porque, al fin y al cabo, ¿quién sabe cuándo se pueden necesitar las llaves de la casa de campo de otros?

Esta vez, las llaves eran necesarias precisamente para “desyerbar”. Todo estaba sembrado y plantado, y había que cuidar el jardín arrancando las malas hierbas no deseadas y cavando alrededor de los arbustos.

Antes de marcharse, me advirtieron que había un visitante habitual, un animalito que a veces se dejaba ver, y que no debía ser maltratado. “Dadle de comer si hace falta”, dijeron antes de marcharse a las lejanas Canarias.

Al principio me pareció extraño tener esa relación con el “vecino”. Si era un intruso, ¿por qué debíamos alimentarlo? Conociendo la buena naturaleza de mis amigos, supuse que se trataba de algún ser al que habían adoptado. Tal vez era un intruso, pero una buena persona. Después de todo, cuidar el jardín o alimentar a un animalito no era un gran cambio para nosotros. Si hacía falta, lo haríamos. ¿Quién sabe?, tal vez era como un guardián.

Esa misma tarde apareció el intruso. Tras una llamada a las Canarias para confirmarlo, supimos que el visitante era el indicado. Más bien, debería decir que el Intruso tenía nombre. Intruso llegaba puntual a las ocho, examinaba el lugar y se acomodaba en una esquina para silbar una melodía triste. Era una canción de un ser engañado y decepcionado con la vida. Fue después de esto que hicimos la llamada para averiguar de quién se trataba.

Resulta que Intruso era una ardilla que solía visitarles regularmente, exigiendo comida con su melancólico silbido. Cuando les preguntamos por qué lo llamaron con un nombre tan peculiar, ellos, incómodos, dijeron que fue él quien así se presentó.

Sea como sea, Intruso visitaba diariamente el jardín, intentando ganarse comida como un músico callejero que canta por alimentos.

Hasta entonces había visto ardillas en el bosque y en dibujos animados, pero que una ardilla saliera del bosque hacia tu casa y te cantara era algo que ni imaginaba. Tal vez, como en ese chiste, había recibido la instrucción: “Debido a la falta de bellotas, ahora te toca acudir a los humanos”.

La primera noche, generosamente le dejamos un montón de semillas al pie del porche. Intruso, al ver el montón, dejó de silbar y comenzó a llevar a su boca las semillas de girasol, intentando mantener un índice mínimo de espacio libre.

La experiencia mostró que no sabía lo que era “muchas semillas”. Cualquier cantidad la desaparecía en menos de diez minutos. Regresaba por más, con las mejillas hundidas como las de alguien en una “dieta efectiva”, pero tras un rato lograba inflarlas con tal fuerza que incluso Samantha Fox envidiaría.

Intruso no temía a nada ni a nadie, salvo la idea de que algún día se le acabarían las semillas y perdería su razón de ser. Por eso no permitía que las semillas durasen mucho tiempo afuera.

Para que los teléfonos no estorbaran, los dejábamos en una mesa en el jardín. Siempre cerca y al alcance si sonaba alguna llamada.

Como de costumbre, esa tarde Intruso apareció junto al porche, frotó con desgana su pata contra el piso de madera frente al porche, olfateó su dedo y, con una mirada concentrada, se sentó. Esa noche estaba particularmente lírico y, repasando las notas invisibles, empezó a silbar con tristeza su “Canción del hambre”.

En ese momento sonó un teléfono en el exterior. Yo, que estaba dentro viendo la televisión, no escuché el silbido de Intruso, pero sí el teléfono.

Mi esposa, que había oído tanto a Intruso como al teléfono, decidió que la ardilla tenía prioridad y suponía que yo podría contestar la llamada. Con ese pensamiento justo, dejó una pila de semillas frente a él. El descarado trotamundos dejó de cantar inmediatamente y se abalanzó sobre la primera tanda de semillas, pero no alcanzó a llevarla a la boca. Justo cuando había abierto su enorme mandíbula apareció un servidor del porche, bajando de un salto sin perder tiempo en los escalones.

Mientras mis pies bajaban los cinco escalones, sentí que el aire se volvía denso y una extraña anticipación me invadió.

A Intruso también le llegó ese presentimiento, aunque un poco después. En esos segundos, mi cuerpo cayó sobre la tabla donde el peludo artista se preparaba para disfrutar de sus merecidos laureles.

El efecto fue como cuando en un balancín. Intruso, aún con la boca abierta y las patas llenas de semillas, desafiando la gravedad, salió disparado hacia el cielo y desapareció entre las nubes bajas con un triste silbido.

Anoté en mi mente, curioso: “es extraño, parece que hoy las ardillas están volando mucho; será que viene lluvia”.

La tierra, fiel, acogió de nuevo a su hijo unos segundos después. Nadie supo qué vio o dónde estuvo, pero por el tamaño de sus ojos y el esponjoso volumen de su cola se notaba que había visto mucho y cosas terribles. Tras aterrizar sobre la suave tierra, desapareció como un espía bajo el porche, silencioso y fugaz.

Frente al porche quedó la pequeña montaña de semillas, intacta, simbolizando cuán efímero puede ser el arte.

—No volverá más —fue la opinión unánime. Después de un vuelo no autorizado a la estratosfera, ¡nadie regresaría!

Sentí una tristeza inexplicable. Me senté cerca del montón de semillas. No, él no regresaría. Automáticamente, cogí una semilla grande de la cima del montón, la agarré con los dedos y la mordí sonoramente.

Debajo del porche se escuchó un silbido de indignación. Intruso, con las patas abiertas como un luchador de sumo, me observaba con sus ojos negros y furiosos. Decían: “¡Esas semillas son mías!” En su mirada leí muchas otras cosas sobre mí.

Y sigo asombrado, ¿de dónde sacan las ardillas palabras tan fuertes?

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