– ¿Entonces hemos construido la casa en vano? – se indignó la suegra. – ¡Entonces devuelvan la mitad del coste!
– Necesito hablar contigo seriamente, – la mujer de cabello corto se sentó frente a Isabela. – Antes de que te cases con mi hijo, tienes que saber algo.
La delgada rubia miró a la futura suegra con curiosidad, a quien solo había visto en tres ocasiones.
– En resumen, si quieres unirte a nuestra familia, debes saber que las personas más importantes para Miguel son sus padres! – anunció orgullosamente doña Antonia. – No necesitamos una nuera que le mande a mi hijo.
– ¿Acaso estoy mandando? – la interrumpió Isabela.
– ¡Por favor, escúchame hasta el final! Ten paciencia – la reprendió la mujer de manera áspera.
La joven bajó la mirada y se sonrojó intensamente. No quería enojar a la madre de Miguel.
Solo habían comenzado su relación recientemente, y a Isabela no le apetecía hacer el ridículo.
– Así que, – continuó doña Antonia, – nuestra familia tiene el siguiente plan: en cuanto Miguel se case, nos mudaremos a la casa que ya está casi terminada. ¡Viviríamos allí como una gran y feliz familia!
– ¡Genial! – sonrió forzadamente la joven.
La mujer levantó una ceja, sorprendida por la rapidez con la que su futura nuera había accedido.
– ¡Estoy muy feliz de que estés de acuerdo! Creo que nos llevaremos bien, – le guiñó un ojo doña Antonia, comenzando a alabar a Isabela ante su hijo, describiéndola como buena, inteligente y cariñosa.
Al ver esto y comprendiendo que un poco de apoyo no vendría mal, Isabela comenzó a complacer aún más a la mujer.
Le hacía pequeños regalos de tanto en tanto, subrayando así su cuidado.
Transcurrido un año, doña Antonia, temiendo que su hijo e Isabela no se casaran, comenzó a empujarlo hacia un paso importante.
– ¿Cuándo le vas a proponer matrimonio? – le preguntaba casi a diario. – La chica no esperará para siempre y se irá, luego te arrepentirás…
Después de reflexionar un poco, y considerándola en lo cierto, Miguel le propuso a Isabela, la cual aceptó con alegría.
Los padres del chico se hicieron cargo de los gastos de la boda, así que la joven se convenció de que había elegido a una buena pareja.
Los primeros tres meses, los recién casados vivieron en un piso alquilado, y luego doña Antonia anunció con entusiasmo que la casa estaba lista para trasladarse.
– ¡Recojan sus cosas, que nosotros recogeremos las nuestras! – anunció alegremente la mujer a su hijo y nuera.
– ¿Para qué? ¡Aquí estamos bien! – se frunció la joven, que no tenía intención de vivir con sus suegros.
– ¿Cómo que para qué? – se sorprendió la suegra. – ¡Habíamos acordado que, en cuanto la casa estuviera terminada, nos mudaríamos!
– ¡Mudarse, quién se lo impide! – respondió despectivamente Isabela, que había cambiado drásticamente su actitud hacia su suegra.
Doña Antonia quedó tan impactada por su declaración que permaneció en silencio durante unos segundos.
– Un momento, tú me prometiste, – le recordó con calma la mujer.
– ¡Lo que dijera en aquel momento no importa! Ahora he cambiado de opinión y no quiero vivir con ustedes! – pronunció Isabela con un tono serio. – ¡Vamos a vivir por nuestra cuenta! Por cierto, si ustedes se mudan, entonces Miguel y yo nos quedaremos en su departamento.
– ¿Qué? ¡Cierra la boca! – gruñó la suegra entre dientes. – ¡Estafadora! – añadió con rabia y colgó.
Isabela escuchó el tono de ocupado y, perpleja, dejó el teléfono.
Justo en ese momento, oyó que sonaba el teléfono de su marido, que estaba en la cocina.
La joven se quedó atenta y comprendió que doña Antonia había llamado a Miguel para quejarse de ella.
Media hora después, cuando el hombre finalmente terminó la conversación, Isabela entró en la cocina.
Por la expresión de su marido, supo que estaba muy molesto. Miguel miró a su esposa y preguntó con seriedad:
– ¿Qué está pasando?
– ¿Qué hay de malo? – Isabela cruzó los brazos sobre su pecho.
– Llamó mi madre. Está exigiendo dinero…
– ¿Qué? ¿Qué dinero y por qué?! – esta noticia sorprendió y le causó un leve estado de shock a la joven.
– Por la casa. ¿Qué le prometiste antes de casarte? – frunció el ceño Miguel. – ¿Vivir juntos?
– No prometí nada, – decidió hacerse la tonta Isabela.
– Aprobaras su idea con la casa, ¿verdad? – preguntó el hombre con firmeza.
– ¿Y qué de eso? En ese momento sí, pero ahora no quiero, – la joven desvió la mirada.
– Yo no apoyé su idea, porque creía que estaba perdiendo el tiempo. La casa estuvo tres años parada, pero después de nuestra boda, mi madre la terminó. ¡Al parecer, fue por ti! – apretó los dientes Miguel.
– Bueno, terminó y ya está, – Isabela alzó las manos. – ¿Cuál es el problema?
Antes de que él pudiera responder, su madre le volvió a llamar. Sin embargo, Miguel hizo un movimiento astuto: le pasó su teléfono a su esposa y dijo:
– ¡Aquí, habla con ella!
Doña Antonia, al escuchar la voz de su nuera, pasó al ataque.
– ¡Devuélvanme el dinero por la casa! – declaró con firmeza.
– ¿Qué dinero? ¿Estás loca? – respondió irritada Isabela.
– ¿Entonces hemos construido la casa en vano?! – se indignó la suegra. – ¡Devuelvan la mitad de su precio!
– ¿Qué mitad? – Isabela rechinó los dientes con odio.
– ¡Cinco millones! ¡Me deben cinco millones! – gritó doña Antonia por teléfono. – ¡Si no…
– ¿Qué nos harás? ¡Yo no he firmado nada! – respondió la nuera con satisfacción.
– En ese caso, dejaremos de hablar contigo! – amenazó la suegra.
– ¡Por Dios! – sonrió Isabela y colgó.
Doña Antonia comenzó a exigir dinero a Miguel, quien tuvo que darle cada mes cincuenta mil euros.
– ¡Así solo conseguirás saldarme en diez años! – se quejó la madre. – O te mudas a la casa, o aumenta las cantidades.
Como Miguel no podía aumentar sus gastos, aceptó la condición de su madre.
Isabela no aprobó esa idea, por lo que, a los seis meses, la pareja se separó definitivamente.