El día especial que interrumpió su rutina

Hoy era su cumpleaños. Desde el amanecer, el teléfono no paraba de sonar, interrumpiendo sus prisas por llegar al trabajo. Aunque, reconfortaba saber que nadie se había olvidado…

Lucía, su hija, la felicitó y le recordó que después del turno debía pasar por su casa: cocinar, cuidar al nieto, ayudarle con los deberes…

Luego tocaría visitar a sus suegros, Antonio y Marisol, para llevarles la compra hecha de camino. Después, correr a casa y preparar la cena para su marido, Adrián.
Al final, quizá descansaría un rato frente al televisor, compartiendo una copa de vino con él… si le quedaban fuerzas. Si no, tampoco pasaba nada. No era la primera vez.
Lo esencial era atender a todos. Que nadie faltase. ¿Acaso necesitaba otro regalo? ¿No bastaba con su satisfacción? Si ellos estaban contentos, ella también…

Dos gatos, Simón el viejo y Leo el joven, observaban a su dueña desde el alféizar.
—Tenemos suerte —murmuró Leo—. ¿Quién nos cuidaría como ella?
Simón frunció el ceño:
—¿Y quién cuida de ella? No es anciana… Solo cuarenta y cinco. Pero vestida con esa ropa gastada, aparenta sesenta. Ni siquiera hoy la liberan de obligaciones.

Leo lo miró perplejo:
—Qué ideas más raras tienes —dijo—. Nos da de comer, nos acaricia, dormimos donde queremos…
—Hay que pagar la deuda —respondió Simón—. ¿Entiendes?
Pero Leo no entendía.

***

La noche llegó. Al amanecer, Simón había desaparecido. Como si se hubiera esfumado entre las paredes.
Carmen fue al trabajo con el ánimo por los suelos. Después del turno, como siempre: casa de Lucía, cuidar al pequeño, visitar a los suegros, cocinar para Adrián…
Las búsquedas del gato esperarían hasta la noche.

Mientras corría bajo la lluvia otoñal, alguien la llamó. Junto a un banco del parque, un anciano con gafas oscuras y bastón sonreía:
—Hermosa, ¿me ayudas?

—Claro, abuelo —respondió, tomándole la mano. Él la guió al banco, obligándola a sentarse.
—Tengo prisa —se excusó.
—¿A dónde corres tanto? —preguntó él. Y ella, inexplicablemente, empezó a contarle.

Algo en su voz le resultaba familiar. Estudió su rostro sin reconocerlo.
—Tus zapatos están rotos —interrumpió él.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó sorprendida.
—Soy ciego, no sordo —rió—. Chapotean en los charcos.

Ella bajó la mirada.
—Pero la chaqueta es nueva… —musitó.
—Tu hija te la dio —afirmó, palpando la tela—. Tras usarla un mes.
—¡Vaya que lo sabe todo! —refunfuñó ella.
—No te enfades, niña —dijo él, mostrando unos bigotes que por un instante parecieron felinos.

—¿Cuándo fue tu cumpleaños? —insistió.
—Ayer… —tragó saliva—. Mi yerno me regaló un vestido de diseñador. Adrián me trajo rosas y perfume de Loewe… Mis suegros prepararon una cena en el asador. ¡Hasta bailamos flamenco! —mintió.

El viejo calló, apoyado en su bastón.
—¿No me cree? —preguntó ella.
Él sonrió:
—Sé quién eres… —susurró—. Ven, te haré un regalo.

—¡No puedo! Tengo que…
—Esperarán —cortó él, levantándose con agilidad juvenil. La arrastró hacia un taxi.

***

Regresaron a medianoche. Carmen lucía vestido de gala, zapatos de tacón de Almansa, pelo teñido en Peluquerías Ferrer. En lugar de bolsas de la compra, llevaba un clutch de piel con joyas y un frasco de Ágatha Ruiz de la Prada.

Un camarero del mesón ayudó con los paquetes hasta el taxi.
—Gracias —dijo ella, besando al anciano—. ¿Era usted amigo de mis padres?

Él acarició su mejilla. Un gesto que le recordó a Simón rozándole la cara…
Al abrir la puerta, Adrián, los suegros, Lucía y el nieto la miraron boquiabiertos.
—¿Dónde estabas? ¡Llamamos a todos los hospitales! —gritó Adrián.

—Celebraba con un viejo amigo —señaló atrás, pero el anciano había desaparecido.
—¡Qué elegante! —elogió el yerno.
—¿De dónde saca dinero para eso? —bufó la suegra, arrastrando a su marido hacia la salida.

—Perfecto —sonrió Carmen a Adrián—. No quiero verlos más.
Luego miró a Lucía:
—Os visitaré… el mes que viene.

—Prepárame té —ordenó al marido—. Voy a ducharme.
El hombre, atónito, obedeció. Incluso añadió un surtido de polvorones en un plato.

***

Encontraron a Simón al día siguiente, sonriente en el armario. Lo enterró bajo un olivo en el patio.
Al regresar, creyó ver al anciano junto al contenedor. Corrió, pero solo halló un gatito atigrado.

—Vamos a casa —susurró, acunándolo.
El animal ronroneó:
—Lo sé… —pareció decir.
—Yo cuidaré de ti —prometió.

Y en su mirada brilló algo que no se veía desde hacía años.

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MagistrUm
El día especial que interrumpió su rutina