A pie hasta las estrellas

– Corbacho, el desayuno. – La cuidadora empujó el carrito dentro de la habitación. Lucía entreabrió los ojos y, a regañadientes, giró la cabeza hacia la puerta.
– No quiero. Gracias. – Respondió.

– Vamos, vamos, señorita, necesitas recuperar fuerzas. – Detrás de la cuidadora entró el doctor en la habitación.
Lucía permaneció en silencio. La cuidadora dejó apresuradamente un plato de gachas y un vaso de té en la mesilla. Susurró:
– Come, anda, el doctor Javier tiene razón. – Y salió rápidamente de la habitación.
– ¿Cómo está el ánimo? ¿Primaveral? – Javier sonrió.
– No del todo. – Respondió Lucía con tristeza y se volvió hacia la ventana.

– Eso es bueno. – Ignorando el tono de la paciente, continuó el médico. – La operación está programada para mañana. – Informó seriamente.
– ¿Aumentarán las posibilidades? – Preguntó Lucía, girándose hacia él.
– Sin duda. Aunque hablar de recuperación completa aún es prematuro. – Admitió Javier.
– ¿Podré caminar? – Lucía se tensó.
– No quiero darte falsas esperanzas… – Tras una breve pausa, respondió Javier. – Pero es necesario aprovechar todas las oportunidades.
– Entendido… – Lucía volvió a mirar por la ventana. No escuchó a Javier salir, ni los pájaros que ya piaban con alegría primaveral afuera.

El accidente fue terrible. Al volante estaba su amiga Marta. Intentando evitar otro coche, Marta giró bruscamente el volante y el coche patinó en la carretera resbaladiza; no pudieron evitar la colisión. El impacto principal fue en el lado del pasajero. Lucía recobró la conciencia solo en el hospital. Luego, supo que Marta había sufrido menos, con una fractura en el brazo y una conmoción. Lucía tenía varias costillas rotas, una fractura abierta en la pierna, y lo más grave, su columna vertebral resultó afectada. Los pronósticos no eran alentadores; las probabilidades de que Lucía volviera a caminar eran mínimas. Tal vez, alguien más se alegraría por el simple hecho de estar vivo, pero para Lucía, el mundo había dejado de existir de repente. El baile lo era todo para ella: su vida, su sustento, su inspiración. El movimiento era para ella como el aire para otros. ¿Y ahora, qué?

El siguiente golpe fue la reacción de Pablo. Llevaban dos años juntos, y recientemente Pablo le había pedido matrimonio a Lucía. Dos semanas atrás, cuando él estaba aquí, en la habitación, junto a Lucía, ella entendió sin palabras que la boda no se llevaría a cabo. Cuando Lucía le contó los pronósticos médicos, Pablo se quedó mucho tiempo en silencio, mirando al suelo, luego dijo, con cierta inseguridad:
– Aun así, tienes que pensar en positivo. Todo saldrá bien.

Los siguientes tres días no vino. Luego envió un breve mensaje: “Lo siento. No puedo”. La última débil hebra de esperanza se rompió por dentro. Lucía ya no lloraba, miraba con ojos vacíos al techo blanco, imaginando que en cualquier momento el techo se derrumbaría sobre ella y todo terminaría.

Su madre, acariciando la mano de Lucía, intentaba consolarla, intentaba sonreír, repetía que aún no todo estaba perdido, que había que luchar, que lo harían juntas. Pero Lucía veía que los ojos de su madre estaban rojos por las lágrimas que derramaba al salir de la habitación. Javier, su médico tratante, también insistía en que había que luchar.
– ¿Por qué? – Preguntó un día Lucía.
– Para ser feliz. – Respondió simplemente Javier.

– Ya nunca seré feliz. – Respondió Lucía. Javier la miró con atención:
– Por supuesto que lo serás. Pero eso depende de ti más que de los demás. No tengo mucha experiencia, pero, ¿sabes? He conocido personas que superaron lo que parecía imposible, que dejaban incluso enfermedades incurables en las habitaciones de los hospitales porque querían vivir, querían disfrutar de la vida, querían ser felices.
Lucía no respondió. No quería vivir. No así. Y, ¿qué tipo de felicidad podría haber? – le preguntaría al doctor, pero decidió no continuar con esa conversación. Al fin y al cabo, seguramente a los médicos les enseñan esto, a animar a los pacientes.

– ¿No duermes? – Javier entreabrió la puerta suavemente, dejando entrar un rayo de luz en la oscuridad de la habitación.
– No duermo. – Respondió Lucía, sin darse cuenta siquiera que el médico se dirigía a ella de manera informal.
– ¿Estás nerviosa? – Preguntó, sentándose en la silla junto a la ventana.
– No. – Lucía se encogió de hombros.
– Puedes imaginar que el accidente no ocurrió. Y que han pasado diez años. ¿Cómo sería tu vida? – Preguntó Javier, mirando por la ventana y no a Lucía.
– No lo sé. Quizá todavía seguiría actuando. O tal vez ya no, y llevaría a mi hija a clases de baile. – Lucía incluso sonrió levemente, pero luego recordó que su boda no se realizó. – Sabes, él me dejó. Tan pronto como se enteró, me dejó.
– ¿Quién? – Javier ya conocía la respuesta. – ¿Piensas que él te amaba?
– No lo sé. – Lucía se encogió de hombros. – Tal vez eso solo pasa en las películas románticas, donde aman tanto que están dispuestos a seguirte a donde sea, pero en la vida real, solo prometen traerte una estrella del cielo, y en realidad… – Lucía se detuvo. Javier también era hombre. Además, bastante joven y atractivo, como Lucía acababa de notar. Quizá tenga esposa o novia, y seguramente actúa de una manera muy diferente con ella. Seguro que él no se habría acobardado en una situación así. Después de todo, viene incluso a apoyarla a ella, que es una persona totalmente desconocida.
– Bueno, Corbacho, duerme. También habrá estrellas para ti. – Javier salió. Lucía miró por la ventana. Un pequeño trozo de cielo estrellado era visible. “Ojalá cayera una estrella ahora”, pensó Lucía, pero las estrellas no caían, al menos ninguna cayó hasta que ella se quedó dormida.
– ¿Qué tal estás? – Javier estaba de pie frente a la cama de Lucía. – Dmitri Sánchez dijo que la operación fue bien.
– Supongo. Pero aun así no siento mis piernas. – Lucía suspiró.
– Mira lo que te he traído. – Javier le ofreció a Lucía una pequeña cajita. Lucía la abrió y sonrió. La caja estaba llena de pequeños y brillantes confetis en forma de estrella. – Si te esfuerzas, tú misma caminarás hasta las estrellas reales. – Prometió el doctor.

La rehabilitación fue larga, agotadora y, al parecer de Lucía, sin resultados. Javier, ahora solo lo llamaba por su nombre, venía frecuentemente a verla. Charlaban como viejos amigos, hablaban de lo que fuera. Javier sabía cómo distraerla de sus tristes pensamientos, y ella incluso comenzaba a creer en sus palabras de que el esfuerzo valdría la pena.

– ¿Cómo estuvo hoy? – Javier entró a la habitación después de los ejercicios diarios de Lucía, durante los cuales la enfermera intentaba dar vida a sus piernas inertes.
– Lo mismo. – Lucía levantó las manos.
– Ha florecido la lila. – Javier le ofreció a Lucía una peluda ramita que había escondido tras de sí. Lucía inhaló el fresco aroma que le cosquilleaba las fosas nasales. Luego, con infantil entusiasmo, buscó una flor de cinco pétalos.
– Aquí tampoco hay nada. – Lucía hizo un puchero y levantó la vista.
– ¿Y aquí? – Javier le pasó a Lucía otra pequeña cajita. Ella sonrió, anticipando otro puñado de estrellas. Pero al abrir la caja, se quedó paralizada por un instante. Un anillo pequeño, con un diminuto brillito, brillaba como otra estrella.

– ¿Te casarás conmigo? – Preguntó Javier cuando Lucía pasó la mirada del anillo a él. Lucía permaneció en silencio. Javier exhaló nervioso y se sentó en la cama.
– Estás sentado sobre mi pie… – Dijo Lucía en voz baja. – ¡Estás sobre mi pie! – Gritó ya, y rompió a reír. – ¡Te sentaste sobre mi pie! ¡Lo siento! ¡Siento mi pie!
Javier saltó y también empezó a reír. Y Lucía comenzó a llorar. Sonreía, pero lágrimas corrían por sus mejillas.

– ¿Qué pasa? ¿Duele? – Se preocupó Javier. Lucía negó con la cabeza:
– ¿Recuerdas cuando te dije que nunca más sería feliz? Realmente lo pensaba. Y hoy, de repente, tanta felicidad a la vez. Bueno, si esta coja no te asusta, espero que una llorona tampoco te espante. – Lucía rió otra vez.
– Nada me asusta. – Respondió Javier y miró a su novia con ternura.
***
– Mamá, ¿lo viste? ¡Lo conseguí! – Anabel corrió al banco donde estaba sentada Lucía.
– Claro que lo vi. Y se lo grabé todo a papá. Eres nuestra campeona. – Lucía abrazó a su hija.

– La señora Torres dijo que bailaré en el centro. – Presumió Anabel. – ¿Eso significa que bailo mejor que todos?
– Sí. – Susurró Lucía y, también en susurros, le reveló un secreto a su hija. – Pero tsssss, si presumes, no lo lograrás. – Anabel asintió con entendimiento. – Ahora, prepárate, vamos a recoger a papá del trabajo.

Han pasado diez años. Lucía no pudo volver a bailar en un gran escenario, pero en su boda bailó bastante bien. Como notó Javier, seguro mejor que él. El camino a las estrellas fue largo para Lucía, pero juntos con Javier lo lograron. Y para nunca olvidar esto, y que siempre hay que soñar, pase lo que pase, Lucía propuso decorar el techo del dormitorio como un cielo estrellado. Javier estuvo de acuerdo. Cada mañana, al abrir los ojos, Lucía sabía que podía llegar a tocar las estrellas solo con desearlo. Cualquier estrella, siempre.

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MagistrUm
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