Una llamada irrumpió a medianoche, despertando a Darya con el sonido del teléfono.

El teléfono sonó a las once y media de la noche. Daria se había quedado dormida al ritmo de la respiración de su marido, y el repentino timbre del teléfono la hizo saltar. Su corazón se aceleró: a esa hora no esperaba buenas noticias.

— Max, — le susurró mientras tocaba a su marido. — Max, despiértate, es el teléfono.
Se levantó de la cama rápidamente y contestó el teléfono. Daria observaba con tensión cómo su rostro se iba poniendo pálido.
— ¿Cómo…? ¿Cuándo? — preguntó en voz baja. — Sí… sí… entiendo. Iré enseguida.
Max dejó lentamente el teléfono. Sus manos temblaban.
— ¿Qué ha pasado? — susurró Daria, ya temiendo lo peor.
— Pedro y Natalia… — tragó saliva. — Un accidente. Ambos. En el acto.
La habitación se llenó de un pesado silencio, interrumpido solo por el tic-tac del reloj. Daria miraba a su marido sin poder creerlo.

Unos días antes, habían estado todos juntos en la cocina, tomando té, mientras Natalia compartía una receta de un nuevo pastel. Y Pedro, el mejor amigo de Max desde la universidad, contaba historias de pesca.
— ¿Y Nastia? — recordó de pronto Daria. — Dios mío, ¿qué pasará con Nastia?
— Estaba en casa, — Max se estaba poniendo los pantalones rápidamente. — Tengo que ir, Daria. Hay que identificar… y demás.
— Voy contigo.
— ¡No! — se giró abruptamente. — Alba se quedará sola. No tiene sentido asustarla en medio de la noche.
Daria asintió. Tenía razón. No tenía sentido involucrar a su hija de doce años todavía en esa tragedia. Al menos por el momento.
No cerró los ojos en toda la noche. Caminaba por el apartamento, revisando el reloj cada momento. Miró a la dormida Alba, que dormía tranquilamente con la mano bajo la mejilla, y su cabello rojo esparcido sobre la almohada. Tan luminosa, tan indefensa.

Max regresó por la mañana, exhausto, con los ojos rojos.
— Se confirmó todo, — dijo con voz cansada, dejándose caer en el sillón. — Un choque frontal… con un camión. No tuvieron ninguna oportunidad.
— ¿Y ahora qué pasará con Nastia? — preguntó Daria en voz baja, ofreciéndole a su marido una taza de café fuerte.
— No lo sé. Solo le queda la abuela en el campo. Es mayor y apenas puede caminar.

Permanecieron en silencio por un rato. Daria miraba por la ventana el amanecer gris y frío. Natasha, la ahijada de Max, tenía la misma edad que su hija Alba. Una niña brillante y callada, que siempre se mantenía un poco al margen.
— Sabes, — comenzó Max lentamente, — Estaba pensando… ¿Y si la traemos aquí a vivir con nosotros?
Daria se giró abruptamente:
— ¿En serio lo dices?
— ¿Por qué no? Hay espacio, una habitación libre. Soy su padrino. No vamos a dejar que la lleven a un orfanato.

— Max, pero es una decisión muy seria. Hay que pensarlo bien. Consultarlo con Alba.
— ¿Qué hay que pensar? — golpeó la mesa con el puño. — ¡La niña se quedó sin padres! ¡Es mi ahijada! No podría mirarme al espejo si la abandonamos.
Daria mordió su labio. Por supuesto, tenía razón. Pero todo estaba sucediendo tan deprisa, tan de repente.
— Mamá, papá, ¿qué pasa? — la voz somnolienta de Alba hizo que ambos se sobresaltaran. — ¿Por qué se han despertado tan temprano?
Intercambiaron miradas. El momento de la verdad había llegado antes de lo que esperaban.
— Cariño, — comenzó Daria, — siéntate. Tenemos… muy malas noticias.
Alba escuchaba en silencio, y sus ojos se abrían cada vez más. Y cuando su padre mencionó que Nastia vendría a vivir con ellos, repentinamente se levantó con un gesto brusco:

— ¡No! — gritó. — ¡No quiero! ¡Que se vaya con la abuela!
— ¡Alba! — la reprendió Max. — ¡Qué vergüenza! Es una tragedia…
— ¿Y a mí qué? — sus ojos brillaban. — ¡No es problema mío! No quiero compartir mi casa con ella, ¡ni compartirlos a ustedes!
Salió corriendo de la cocina dando un portazo. Desconcertada, Daria miró a su marido:
— ¿De verdad debemos apresurarnos?
— No, — respondió con firmeza. — La decisión está tomada. Nastia vivirá con nosotros. Alba se acostumbrará.
Una semana después, Nastia se mudó. Silenciosa, pálida, con una mirada apagada. Apenas hablaba, solo asentía ante las preguntas.
Daria trataba de cuidarla. Cocinaba sus platos favoritos, compró ropa de cama nueva con mariposas.

Alba la ignoraba deliberadamente. Se encerraba en su habitación, y si se encontraba con ella en el pasillo, se giraba y pasaba de largo.
— ¡Deja de comportarte así! — la reprendía su padre. — ¡Ten un poco de decencia!
— ¿Y qué hago? — respondía Alba. — Solo la ignoro. ¡Tengo derecho! Es mi casa.
La tensión en casa crecía día a día. Daria iba de una niña a otra, tratando de suavizar las aristas. Pero cuanto más se esforzaba, peor se ponía.
Hasta que desaparecieron los pendientes. Sus favoritos, de oro, con pequeños diamantes, regalo de Max en el décimo aniversario de bodas.
— ¡Fue ella! — exclamó Alba cuando Daria descubrió la desaparición. — ¡La vi entrar a su habitación cuando ustedes no estaban!
— ¡No es verdad! — Nastia habló por primera vez. — ¡No he cogido nada! ¡No soy una ladrona!

Se echó a llorar y salió corriendo de la habitación. Max miró a su hija con severidad:
— Lo has hecho a propósito, ¿verdad? ¿Quieres destruirla?
— ¡Pero digo la verdad! — Alba pisoteó con el pie. — Ella simula. Finge estar triste, y por dentro…
— ¡Basta! — interrumpió Daria. — Dejen de pelear. Los pendientes aparecerán. Quizás los dejé en algún lugar y los olvidé.
Pero al cabo de tres días, desapareció un anillo. La única herencia que quedaba de la madre de Daria.

— ¿Esto también ha desaparecido por casualidad? — preguntó Alba con sarcasmo. — ¿Vamos a fingir que no pasa nada?
Se paró en medio del salón, con las manos en las caderas, como una pequeña furia. En la puerta estaba Nastia, pálida, mordiéndose los labios y parpadeando con frecuencia, como si contuviera las lágrimas.
Daria miraba de una niña a otra. Y por primera vez en aquellos días, sintió que empezaba a entender algo.
Daria estaba sentada al borde de la bañera, girando una botellita de verde en la mano. La solución sencilla llegó de repente: acababa de vendarle una cortadura a Nastia cuando se le ocurrió la idea. Verde, siempre tan fastidiosa pero tan visible como la verdad.

Esperando a que todos se durmieran, sacó su joyero. Cada anillo, cada pendiente, los marcó con un pequeño punto.
— ¿Qué estoy haciendo? — susurró al vacío. — Dios mío, ¿a qué hemos llegado…?
A la mañana siguiente, el colgante había desaparecido. En la mesa, se instaló el silencio. Nastia jugueteaba triste con su cuchara en el plato de avena, Alba se giraba hacia la ventana con actitud desafiante. Max bebía café con una expresión adusta.
— Chicas, — dijo Daria tratando de mantener la calma. — Déjenme ver sus manos.
La miraron sorprendidas.
— ¿Para qué? — frunció el ceño Alba.
— Simplemente muéstrenlas.
Nastia fue la primera en extender las manos: limpias, sin rastro de puntos verdes. Pero Alba dudó.
— ¡No las enseñaré! — intentó levantarse de la mesa.
— ¡Siéntate! — tronó la voz de su padre. — ¡De inmediato muestra las manos a tu madre!
Alba, apretando los labios, tendió las manos. En las puntas de sus dedos, había pequeñas marcas verdes.

En la cocina cayó un silencio aplastante. Se oía el tic-tac de los relojes en la pared, el correr del agua en las tuberías, y la pesada respiración de Max.
— Tú… — comenzó a hablarle furioso.

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Una llamada irrumpió a medianoche, despertando a Darya con el sonido del teléfono.