Cada persona guarda en su memoria momentos que jamás olvida.
Y yo tengo esa noche. Una noche que siempre vivirá conmigo, a pesar de que ahora me acerco a los 40 años.
Pero empecemos desde el principio.
Nacido en cautiverio
Yo llegué al mundo no en un hogar acogedor, ni rodeado de padres cariñosos, sino tras las frías paredes de una prisión.
Mi madre fue encarcelada cuando estaba en el quinto mes de embarazo. Mi padre la abandonó tras su arresto y nunca más se mostró en nuestras vidas. No le importó si ella seguía viva o si su hijo había nacido.
Ella era mitad española, mitad gitana, trabajaba como contable en una fábrica de conservas. La acusaron de robar una gran suma de dinero. Pero nunca encontraron pruebas, ni el dinero.
Pasé varios meses con ella en la celda, hasta que dejó de poder alimentarme. Entonces, me trasladaron a una casa de acogida dedicada a madres e hijos en espera de adopción.
Pero nadie quiso adoptarme.
Cuando cumplí tres años, mi madre falleció. Ni siquiera recuerdo su rostro.
Tras su muerte, me mandaron a un orfanato.
Evito pensar en la vida allí.
Pero hay un instante que vuelvo a revivir una y otra vez.
La primera verdadera Nochevieja
Tenía siete años cuando una familia me llevó a pasar la Nochevieja con ellos.
No sabía por qué habían decidido invitarme. Quizás les dio lástima mi situación, o tal vez querían hacer un acto de bondad antes de las festividades.
Pero en ese momento, no reflexionaba sobre eso.
Simplemente entré en un cuento de hadas.
Nunca había visto a los Reyes Magos. Nunca había contemplado un televisor. Nunca había disfrutado de tantas golosinas.
Me sentaron a la mesa festiva y luego me llevaron a dormir.
Pero al medianoche me despertaron.
– Ven aquí – dijo la anfitriona, llevándome al salón.
Me quedé paralizado en el umbral.
Ante mí se alzaba un enorme árbol de Navidad, decorado con innumerables luces y adornos. Brillaba y destellaba en todos los colores, parecía mágico.
No podía apartar la vista de él.
Me quedé ahí, como un niño que ve por primera vez un prodigio.
Y luego, ocurrió algo aún más increíble.
Entró en la habitación un verdadero Rey Mago.
Me sonrió, extendió su saco y dijo:
– Esto es para ti.
Recibí mi primer regalo de Reyes – un juguete, una bufanda de lana suave y unos guantes.
Estaba rebosante de felicidad.
Regreso a la realidad
A la mañana siguiente, la magia continuó.
Comía dulces, observaba cómo toda la familia intercambiaba regalos y escuchaba canciones por la televisión.
Sentía que formaba parte de ese mundo.
Pero al caer la tarde, me llevaron de regreso al orfanato.
Estaba otra vez entre paredes frías, rodeado de niños a quienes nadie traía regalos, entre educadores agotados de nuestras travesuras.
Sin embargo, ya no era el mismo.
Sabía que existía otro mundo. Un mundo donde había felicidad.
Pasaron los años…
Ahora soy adulto. Tengo una familia y dos maravillosos hijos.
Pero para mí, la Nochevieja seguirá siendo la celebración más importante.
Cada año compro un árbol. El más grande. Tal vez porque quiero recrear aquel momento mágico que viví por primera vez.
Aún conservo la bufanda roja que me regaló el Rey Mago.
La pregunta sin respuesta
Mi padre nunca me buscó. Nunca intentó averiguar qué había sido de mí.
Y pienso en mi madre con cariño.
En mi interior, siempre le he llamado Virgen María.
Y no dejo de preguntarme: ¿fue culpable?
¿O se convirtió simplemente en víctima de los pecados ajenos?