Elena llegó a casa y, apenas cruzó el umbral, sin quitarse los zapatos ni el abrigo, exclamó:
– ¡Pablo! Tenemos que hablar seriamente…
E inmediatamente, sin tomar aliento, abriendo sus ya de por sí grandes ojos y sin siquiera hacer una pausa:
– ¡Estoy enamorado!
«Vaya, vaya», pensó Elena, «Parece que la crisis de la mediana edad ha llegado a nuestra familia. Bienvenida, bienvenida…», pero sin decir nada, miró a su esposo detenidamente, algo que no hacía desde hace quizás cinco o seis años (¿o ya eran ocho?)
Cuentan que antes de morir, toda la vida pasa ante tus ojos; pues bien, a Elena comenzó a recorrerle toda su vida compartida con Pablo. Se conocieron de forma sencilla, por Internet. Elena se restó tres años, y su futuro esposo se agregó tres centímetros de altura, y así, de una manera poco convencional pero efectiva, lograron encajar en los criterios de búsqueda del otro y… encontrarse.
Elena ya no recordaba quién había escrito primero, pero sabía que el mensaje de su futuro esposo no contenía picardías y venía con una ligera autoironía, algo que le agradaba mucho. A sus treinta y tres años y con una apariencia promedio, evaluaba sus posibilidades en el mercado matrimonial con realismo, consciente de que estaba, si no en la última fila, sí al menos en la penúltima, por lo que decidió firmemente, en su primera cita, morderse la lengua, abrir bien los oídos, ponerse gafas rosas y lencería de encaje, y meter en su bolso unas galletas caseras y un volumen de Galdós.
La primera cita fue sorprendentemente fácil (¡eso es vestirse del modo correcto!), su romance se desarrolló de forma intensa y rápida.
Se gustaban tanto que, tras seis meses de encuentros regulares y la continua presión de unos padres que habían perdido la esperanza de ver nietos en esta vida, su futuro esposo se animó a proponerle matrimonio a Elena. Rápidamente las familias se conocieron, y la condición de celebrar la boda en un pequeño círculo familiar fue aprobada sin reservas y de forma unánime por los padres. Con temores de que alguien pudiera cambiar de opinión, eligieron el primer día libre que encontraron para la boda.
Vivían, según Elena, bien. El clima familiar era tropical, con pequeñas variaciones estacionales, sin pasiones ardientes, pero era una convivencia armoniosa y respetuosa, que para ella era la felicidad.
Pablo, un hombre típico y sencillo, dejó de lado su ajustado disfraz de “macho sumamente empático y detallista” unas semanas después de la boda para mostrarse tal cual era, un hombre sencillo, trabajador y amable con sus cómodos pantalones de casa.
Elena, por su parte, relajó poco a poco su ceñido corsé de “inteligente y seductora ama de casa” de modo apenas perceptible, aunque un embarazo rápido aceleró este proceso, y al cabo de un año, también, con gusto, se despojó de su imagen y suspirando con alivio, se puso una cómoda bata de casa.
El hecho de que, a pesar de abandonar mutuamente sus roles, ninguno huyó de la relación ni reclamó al otro, convenció a Elena de la corrección de su decisión y fortaleció su fe en su familia.
Las tareas del hogar y la crianza de sus dos hijos, que nacieron uno tras otro, agitaban a veces su barco familiar, pero nunca se hundieron, y cuando pasaba la tormenta, continuaban su tranquila travesía por las aguas de la vida en común.
Los abuelos felices les ayudaban siempre que podían, y en el trabajo ambos avanzaban, aunque lentamente pero con seguridad en sus carreras, sin olvidar sus viajes, aficiones y, por supuesto, dedicarse tiempo el uno al otro, manteniéndose dentro de la media estadística.
Llevaban ya doce años de casados, y en todo este tiempo Pablo nunca había sido descubierto en una infidelidad ni sorprendido en un coqueteo inocente con nadie, aunque Elena no era una mujer celosa y él podría permitirse una travesura sin provocar un escándalo. Ella lo imaginó coqueteando, y sin querer sonrió porque la imagen en su cabeza era tan divertida y hasta ridícula. Todo porque Pablo, tras varios intentos fallidos de hacer un cumplido de forma tradicional al comienzo de su relación, entendió que no era lo suyo y cambió de táctica. Ahora hacía cumplidos en silencio (¿o quizás a través de ultrasonidos que Elena no podía captar?), simplemente abriendo los ojos como un lemur.
A lo largo de los años, Elena aprendió a reconocer toda la gama de emociones de Pablo por la forma de sus ojos: desde el asombro salvaje, la aprobación complaciente, la sorpresa involuntaria, la confusión inesperada, la incomprensión total hasta la completa indignación. Y así, lo imaginó haciendo cumplidos a un ratón, abriendo sus ojos más y más…
Se le secó la garganta a Elena, imaginando a su esposo transformándose en un lemur, y sonriendo nerviosamente, susurró:
– Y… ¿cómo se llama tu ratón..?
Ahora los ojos de Pablo realmente estaban a punto de saltar de sus órbitas y, moviéndose con movimientos espasmódicos, tartamudeando, respondió:
– ¿Cómo? ¿Cómo has… cómo has podido… cómo has adivinado que me he enamorado de un ratón? Vaya, qué increíble… Entiende, simplemente no pude resistirme, me quedé alucinado cuando lo vi… sólo mira qué genial es, qué suave, qué hermosa… tan parecida a ti…
Pablo sacó de su chaqueta un pequeño ratón gris con orejas rosadas traslúcidas, un hocico rosado y ojos negros como cuentas.
Después de eso, Elena no escuchó nada más. Contemplaba a su esposo, a su nueva amiga y sus intercambios de cariño, y fue inmensamente feliz de que él se hubiera enamorado precisamente de ese ratón, que era tan parecida a ella…