La abuela Ana se sentaba en un banco frente a su vieja casa, la misma en la que había pasado toda su vida. Sin embargo, ahora pertenecía a otras personas, y ella vivía allí gracias a su generosidad. Ana no entendía cómo había llegado a esa situación. Creía haber vivido de manera recta, sin desearle mal a nadie, habiendo criado a su único hijo.
Pero su hijo no resultó ser como ella lo había educado… Ana reflexionaba sobre su vida mientras las lágrimas amargas corrían por sus mejillas… Los recuerdos empezaron desde su boda con su amado Iván. Al año tuvieron a su hijo Pablo. Más tarde nacieron gemelos, un niño y una niña, pero eran muy frágiles y no sobrevivieron la semana. Poco después, Iván falleció de apendicitis. Los médicos no detectaron a tiempo la causa de su dolor, y cuando el peritonitis comenzó, ya era demasiado tarde…
Ana lloró mucho por su marido, pero las lágrimas no cambiarían la situación, la vida debía continuar. Nunca volvió a casarse, aunque no le faltaron pretendientes. Temía que a su Pablo le costara convivir con un padrastro, así que dedicó toda su atención al cuidado y educación de su hijo.
Pablo creció y eligió su propio camino, alejándose de su madre, en la ciudad. Allí se formó profesionalmente, se casó y siguió adelante con su vida. La abuela Ana se quedó sola en su pequeña casita, que Iván había construido cuando se casaron. Y allí vivió hasta su vejez.
Pablo a veces visitaba a su madre anciana, cortaba leña, traía agua y ayudaba en lo que podía. Pero cada año le resultaba más difícil a Ana llevar adelante la casa por sí sola. Solo tenía una cabra y algunas gallinas, pero incluso eso requería atención.
Un día, Pablo llegó con un hombre desconocido.
—Hola, madre —saludó su hijo.
—Hola, Pablito.
—Este es mi amigo Eugenio, te presento —continuó el hijo—. Quiere ver la casa para comprarla. Ya es suficiente que vivas aquí sola, te vendrás conmigo a la ciudad.
La abuela Ana se sentó de repente, sorprendida.
—No te preocupes, madre. A mi esposa no le molesta. Nos ocuparemos de ti, estarás cómoda y ayudarás con los nietos. Ya preguntan cuándo vendrá la abuela Anita.
Así, decidieron por Ana. ¿Qué podía hacer ella, una anciana? No podía manejar el hogar sola, pero al menos cuidaría de sus nietos.
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La casa de la abuela Ana se vendió fácil y rápidamente. Antes de partir, la anciana se despidió de su hogar, revisando cada rincón que evocaba recuerdos del pasado. Cuando salió al jardín, detrás del establo, la recibió un silencio absoluto que le apretó el corazón aún más. No hacía mucho allí mugía una vaca, gruñían los cerdos, balaba la cabra y corrían las gallinas. Ahora estaba vacío.
Volviendo del jardín, tomó un puñado de tierra en la que había trabajado día y noche. Fue difícil para la abuela Ana despedirse de sus tierras natales y del pueblo donde nació y vivió toda su vida. Todos los vecinos lloraron al despedirse de Ana, prometiendo orar por su bienestar en su nuevo hogar.
Dedicó una última mirada a la casa y se dirigió al coche de su hijo. ¿Qué se le iba a hacer? Así es la amarga vejez…
Al principio, vivir con su hijo fue agradable. No había grandes tareas que hacer, en el piso no había ni estufa ni ganado, todo estaba automatizado y a mano. La abuela Ana jugaba con los nietos, veía televisión.
Pronto, con el dinero de la venta de la casa, su hijo compró un coche. La abuela Ana intentó oponerse, diciendo que no era prudente gastar el dinero tan rápido, pero su hijo la interrumpió a medio hablar, dejando claro que para ella ese tema estaba cerrado: no tenía por qué, siendo una anciana, preocuparse por el dinero, pues vivía en un apartamento cálido y con todo lo necesario y eso debía bastar. Desde entonces, la abuela Ana no volvió a tocar el tema, aunque una herida por las palabras duras de su hijo quedó arraigada en su interior. Además, notó que con la compra del coche, la actitud de su hijo y de su nuera hacia ella cambió de inmediato, y los nietos se volvieron menos obedientes y cariñosos.
La familia dejó de prestar atención a la abuela. No les importaba si había comido o no, si había dormido bien o si necesitaba algo. Y con el tiempo, la situación solo empeoró: ya no la llamaban para comer y dejaron de hablarle. Podían responderle de forma brusca o incluso gritarle: que si decía algo incorrecto, que si estaba en el lugar equivocado…
Ana se encontraba en apuros. Si hubiera sabido que pronto no sería necesaria para nadie, nunca habría aceptado la venta de la casa y la partida. Mejor hubiera sido morir de frío y hambre en su propia casa que vivir así, al lado de su único hijo, en su riqueza y serle peor que un extraño.
Ana lloraba por su cabaña todos los días. Si pudiera volver, lo haría sin pensarlo dos veces regresando al pueblo. Pero la casa estaba vendida, y otras personas vivían allí ahora.
Un día, no pudo más y le dijo a su hijo:
—Nunca pensé, Pablito, que mi vejez sería tan amarga viviendo en tu casa. Parece que el dinero te importó más que tu propia madre. Me voy de aquí, de todos vosotros…
Su hijo bajó la mirada y no respondió nada, solo cuando Ana, con su humilde equipaje, cruzaba el umbral del apartamento, él le soltó por la espalda:
—Cuando te canses de caminar por el mundo, madre, puedes regresar.
Ana cerró la puerta sin decir una palabra y, ya en el rellano de la escalera, se permitió llorar. Le dolió mucho que su hijo no intentara detenerla, abrazarla ni consolarla, y que solo hubiera encontrado palabras hirientes para despedirla cuanto antes.
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La abuela Ana tardó más de un día en llegar a su pueblo natal. Durmió en la estación, se trasladó en autostop. Sus ojos estuvieron húmedos de lágrimas todo el tiempo. Solo se tranquilizó cuando vio su querida casa. Los nuevos dueños la habían arreglado, pintado, y se veía casi igual que cuando ella se mudó a vivir con su Ivancito.
A pesar de que la casa ya no era suya, la abuela Ana no pensó en eso. Se coló en el ático del establo de los cerdos y decidió vivir allí. Lo importante era estar entre las paredes que conocía.
Lo único que temía era que los dueños la descubrieran y la echaran, como lo hizo su propio hijo. Entonces, realmente no tendría adónde ir. A menos que la tierra se abriera bajo sus pies y se precipitara allí.
No pasó mucho tiempo antes de que descubrieran a Ana en el establo. A la mañana siguiente, el dueño mismo fue a llevar el pienso para los cerdos. Vertió la comida, levantó la vista y dijo:
—Baje, abuela Ana, tenemos que hablar.
La anciana no esperaba que la descubrieran tan pronto y no sabía qué hacer. De cualquier manera, debía hablar con los dueños, que fuera lo que Dios quisiera.
Lo que escuchó del nuevo dueño de la casa, no lo hubiera imaginado nunca:
—Abuela Anita —le dijo con voz calmada y amable Eugenio, a quien alguna vez le presentó su hijo Pablo—. Mi esposa y yo sabemos todo sobre usted. Su hijo nos llamó y avisó que podría venir aquí. También sabemos que no se adaptó a su familia. Pensándolo bien, le ofrecemos vivir con nosotros, ya que no ha encontrado un lugar en la casa de su hijo. Vivir en un cobertizo con cerdos no está bien. Además, sinceramente, esta es su casa. Usted y su marido la construyeron, la conservaron, la cuidaron durante muchos años. Seguro que habrá un rincón para la verdadera dueña. Ahora cálmese, lávese, y luego le daremos de comer. ¡Mi esposa hace un caldo excelente!
La abuela Ana nunca se hubiera esperado tal situación. Comenzó a llorar nuevamente, esta vez con lágrimas de gratitud hacia los nuevos propietarios de la casa. Resultó que personas totalmente desconocidas mostraron más compasión y empatía que su único hijo.
Al cruzar el umbral de la casa, la abuela Ana apenas podía mantenerse en pie. Todo olía a su vida. Entendía que por culpa de su propio hijo, en su propia casa se había convertido en una desamparada. El corazón de la anciana madre lloraba, mientras sus labios rogaban a Dios que perdonase a Pablo…