– ¿De verdad piensas que voy a cocinar para tu madre todos los días? – declaró la esposa con indignación.
– ¿Y cuánto tiempo va a durar esto? – Olivia dejó caer la sartén con estruendo en la cocina. – ¿Crees que me contraté como ama de llaves para tu madre? ¡Dos meses sin un solo día libre! – Apretó más fuerte la pala de madera, sus nudillos se pusieron blancos de tensión. En su voz resonaba un resentimiento acumulado desde hace tiempo.
Sergio se quedó en el umbral de la cocina, sin atreverse a entrar. Su esposa estaba de pie junto a la estufa, donde chisporroteaban croquetas, el plato favorito de su madre. El olor a carne y cebolla frita le irritaba la garganta, o tal vez era el peso de la conversación inminente.
– Olivia, ¿por qué te alteras? – intentó hablar suave, intentando calmarla. – Mamá solo está acostumbrada a la comida casera. No puede comer productos precocinados, lo sabes…
– ¡Lo sé! – Olivia dejó caer la pala ruidosamente sobre la encimera. – ¡Lo sé todo! Y también sobre su presión, su dieta y su horario de comidas. Pero ¿por qué tengo que estar aquí todas las noches, como un hámster en rueda? ¡Yo también tengo mi propio trabajo!
Fuera, el día de octubre se desvanecía lentamente. Las sombras de las ramas del viejo manzano, que crecía bajo la ventana de la cocina, danzaban en las paredes como testigos silenciosos de su disputa. Sergio miró automáticamente el reloj; pronto regresaría su madre de su paseo.
– Tal vez deberíamos contratar a una asistente, – sugirió con incertidumbre, sabiendo que su esposa se oponía a tener extraños en la casa.
Olivia sonrió amargamente: – ¡Por supuesto! ¿Y el dinero caerá del cielo? Sabes cuánto gastamos en las medicinas de mamá.
Se dio la vuelta hacia la estufa, ocultando las lágrimas que asomaban. Tres meses atrás, cuando Consuelo había venido a vivir con ellos tras un pequeño infarto, Olivia insistió en ello. Pero entonces no podía imaginar cómo cambiaría su vida.
La puerta de entrada sonó en el recibidor. Pasos ligeros indicaban que Consuelo había regresado de su paseo vespertino. Olivia rápidamente secó sus ojos con la toalla de cocina y comenzó a repartir las croquetas en los platos. Sergio seguía de pie en la puerta, sin saber qué decir o cómo actuar.
El silencio pesado solo era roto por el tintineo de los platos y el chisporroteo de la sartén enfriándose.
– Mamá, ¿cómo fue el paseo? – Sergio acudió al recibidor, contento de tener la oportunidad de escapar de la tensa conversación con su esposa. Últimamente, se encontraba cada vez más evitando los conflictos, refugiándose tras el trabajo, llegadas tardías y tareas “urgentes” infinitas.
Consuelo estaba de pie frente al espejo en el recibidor, desenredando lentamente una bufanda de lana, regalo de su difunto esposo. Sus dedos, que antaño eran ágiles al trabajar con la máquina de coser, ahora apenas podían deshacer un simple nudo. Ese temblor traicionero apareció después del infarto y se hacía más notorio con cada día.
– El paseo estuvo bien, hijo, – intentó sonreír, pero la sonrisa salió forzada. – En el parque estaban recogiendo hojas. ¿Recuerdas cómo de niño te encantaba saltar sobre ellas? Yo siempre te decía: “¡Para, que te vas a resfriar!” Y tú te reías…
Se apoyó en la pared, cerrando los ojos. La palidez en su rostro y el sudor en la frente no pasaron desapercibidos para la mirada atenta de su hijo.
– Parece que la presión está dando problemas, – confesó Consuelo. – Creo que hoy caminé demasiado.
– Ahora mismo le traigo sus pastillas, – se escuchó la voz de Olivia desde la cocina. A pesar de su enojo, siempre tomaba en serio la salud de su suegra. Quizás era el efecto de los años trabajando en la clínica, viendo a diario las secuelas de enfermedades descuidadas.
– No te apures, Olivia, – Consuelo se dejó caer pesadamente en el banco, sacando del bolsillo del cárdigan una tira de medicinas. – Ahora me siento como espía, siempre llevo todo conmigo. Estos son mis ayudantes…
Su mirada se detuvo en una vieja fotografía en la pared – ella y su esposo el día de su boda. Cuánto tiempo ha pasado… En aquel entonces, nunca podría haber imaginado que se convertiría en una carga para su propio hijo en su vejez.
Sergio se apresuró a la cocina por un vaso de agua, pasando casi por encima del jarrón del piso. Al pasar por su esposa, intentó captar su mirada, pero Olivia se volvió ostensiblemente hacia la estufa, donde chisporroteaban las croquetas. El olor a carne frita le revolvió el estómago – no había comido nada en todo el día, corriendo entre el trabajo, las tiendas y la cocina.
– ¿Qué hay para cenar hoy? – Consuelo olfateó, entrando a la cocina. – ¿Otra vez croquetas? Olivia, ¿por qué te esfuerzas tanto? Bien podría comer una sopita…
– Nada, mamá, – Olivia clavó el tenedor en una croqueta con tal fuerza que crujió contra el fondo de la sartén. – A usted le gustan. Lo recuerdo.
En su voz había algo que hizo que Consuelo temblara y se detuviera en el umbral de la cocina. En los veinte años de vida matrimonial de su hijo había aprendido a captar las más mínimas notas de tensión en la voz de su nuera. Ahora resonaban como una cuerda tensa.
La anciana caminó lentamente hacia la mesa, apoyándose en el brazo de su hijo. Se sentó, extendió una servilleta sobre su regazo – un hábito adquirido durante años de trabajo en la escuela. Sergio apresurado le acercó un plato, un vaso de agua, comprobando si la silla estaba cómoda.
– Sabes qué… – comenzó Olivia, pero se detuvo al notar la palidez de su suegra. Sus sienes latían con palabras reprimidas. – Mejor simplemente cenemos.
En la mesa reinó un silencio opresivo. Solo el tintineo de los cubiertos contra los platos y el constante tictac del reloj de pared – viejo, de la abuela de Sergio. El sonido mecánico contaba los segundos de ese insoportable silencio. Consuelo apenas probó la comida, mirando de reojo a su hijo y luego a su nuera.
El último mes a menudo había captado esas miradas, escuchado fragmentos de conversaciones, se daba cuenta de cómo cambiaba el ambiente en la casa, en cuanto entraba en una habitación.
“¿Quizás fue un error mudarme?” – surgió el amargo pensamiento. Pero en voz alta solo elogió las croquetas, intentando aliviar la situación: – Muy ricas, Olivia. Justo como las hacía mi mamá…
– No puedo más, – de repente pronunció Olivia en voz baja, dejando caer el tenedor. – Simplemente no puedo.
El tictac del reloj se hizo ensordecedor. Consuelo se detuvo con la cuchara en el aire, y Sergio se puso pálido, sintiendo que ahora ocurriría lo que había temido las últimas semanas.
– Todos los días lo mismo, – la voz de Olivia se hizo más firme con cada palabra. – Me levanto a las seis, para trabajar a las ocho. Al mediodía corro a la farmacia por medicamentos, después del trabajo – a la tienda, cocinar, limpiar… ¿Y cuándo vivir? ¿Cuándo descansar?
– Hija… – comenzó Consuelo.
– ¡No soy su hija! – Olivia se levantó de golpe, la silla chocó contra la pared con un ruido sordo. – Tiene un hijo, que cocine él. ¡Estoy agotada! ¿Lo entiende? A-go-ta-da.
Sergio se estremeció: – Olivia, por favor…
– ¿Qué? – ahora casi gritaba. – ¿Qué dije? ¡La verdad! Tú siempre estás en el trabajo, ¿y yo tengo que dividirme entre el hospital y la casa? ¡Su madre es tu responsabilidad!
Consuelo apoyó lentamente la cuchara. Sus manos temblaban más de lo habitual: – Por supuesto, solo soy una carga… – Limpió sus ojos con la esquina de la servilleta. – Sabes, Olivia, lo entiendo todo. ¿Crees que no veo cómo te cansas? ¿Cómo te enfadas? Todas las noches rezo para tener fuerza suficiente para valerme por mí misma…
– Mamá, por favor, para, – Sergio intentó abrazar a su madre por los hombros, pero ella suavemente se apartó.
– No, hijo, déjame terminar, – Consuelo enderezó los hombros, como solía hacer frente a una clase desobediente. – Trabajé cuarenta años en la escuela. ¿Sabes qué aprendí sobre todo? A escuchar. Y escucho, Olivia, cómo lloras en el baño. Veo cómo tus manos tiemblan por la noche de cansancio…
Olivia se quedó inmóvil junto a la estufa, aferrándose a la encimera con los dedos blancos. Lágrimas de enojo caían por sus mejillas.
– Yo también fui joven, – continuó Consuelo. – También soñaba con mi propia vida. Y luego mi suegra cayó enferma… Diez años cuidándola. Cada día como una niebla – trabajo, cocina, inyecciones, procedimientos. Mi esposo en el trabajo, mi hijo pequeño… Pensaba que perdería la cabeza.
– Mamá, ¿qué estás diciendo? – murmuró desconcertado Sergio, mirando de su madre a su esposa.
– Lo que pasa, hijo, es que no tienes razón. – Consuelo se levantó de la mesa. – No tienes ningún derecho. No puedes cargarlo todo sobre Olivia. Mañana mismo llamaré a los servicios sociales, preguntaré por una cuidadora…
– ¿Cuánto costará? – preguntó Olivia en voz baja, sin volverse.
– Daré mi pensión. Y podemos alquilar el piso – eso sería una ayuda.
Sergio miraba a las dos mujeres más importantes de su vida y sentía que algo se revolvía dentro de él. Tantos años ocultándose tras el trabajo, fingiendo que nada sucedía…
– No, – se levantó, enderezando los hombros. – No habrá cuidadoras. Y no alquilaremos el piso.
– Pero cómo… – comenzó Consuelo.
– Mañana mismo hablaré con mi jefe sobre trabajar desde casa tres días a la semana, – dijo Sergio con firmeza. – Cocinaremos por turnos. Mamá, ¿me puedes enseñar a hacer tus croquetas especiales?
Consuelo parpadeó sorprendida: – Por supuesto, hijo… ¿Podrás hacerlo?
– Imagínate, los hombres también saben cocinar, – por primera vez en la noche en la voz de Olivia apareció una sonrisa. – Pero prepárate, a tu hijo le gusta experimentar. ¿Recuerdas su sopa con curry?
– ¡Pero fue original! – sonrió Sergio, sintiendo cómo la tensión se desvanecía poco a poco.
– Y puedo encargarme de la limpieza, – propuso inesperadamente Consuelo. – Pasar la aspiradora es difícil, pero quitar el polvo, ordenar cosas – eso sí puedo. Y también puedo planchar la ropa, lo he hecho toda la vida…
– Mamá, – interrumpió Olivia, finalmente volviéndose hacia la mesa. – No es necesario…
– ¡Quiero hacerlo! – En los ojos de Consuelo brilló aquel conocido brillo de maestra. – ¿Crees que es fácil estar todo el día sin hacer nada? Solo veo televisión y miro por la ventana. Así al menos habrá un propósito.
De repente lloró y se tapó la boca con la mano: – Perdónenme, queridos… Veía lo difícil que era para ustedes, y me quedé callada. Temía decir una palabra de más.
– Y tú perdóname, – Olivia se dejó caer inesperadamente de rodillas junto a la silla de su suegra, apoyando la cabeza en su regazo como hacía de niña con su propia madre. – Lo que dije… Estaba enfadada.
Consuelo acariciaba la cabeza de su nuera, esparciendo lágrimas por sus propias mejillas: – Así que decidimos. Sergio cocina los martes y jueves…
– ¡Y un sábado sí, uno no! – interrumpió el hijo.
– Y un sábado sí, uno no, – asintió Consuelo. – Y yo me ocupo de la limpieza. Y otra cosa, mi niña, – levantó la cara de Olivia por el mentón, – no te lo guardes todo dentro. Di cuando sea difícil. Somos una familia.
El reloj en la pared hacía tictac, se enfriaban en la mesa las croquetas a medio comer, y fuera, los últimos rayos del sol de octubre lentamente se desvanecían. Por primera vez en muchos meses, la casa se sentía verdaderamente cálida.