La cabaña ajena

La finca de los Gutiérrez la compraron hace un año. A Miguel, después de cumplir cincuenta años, le daba ilusión tener una casita en el campo. Además, su infancia en el pueblo le traía recuerdos del hogar de sus padres y del huerto familiar.

La finca, aunque pequeña, estaba bien cuidada. Pintaron la casa de madera, arreglaron la valla y cambiaron la puerta.

Tenían suficiente terreno para sembrar patatas y hortalizas, pero el jardín dejaba mucho que desear: había pocos árboles y ya viejos, y ni un solo arbusto, salvo un pequeño espacio con frambuesas.

– No te preocupes, cariño, todo a su tiempo – dijo Miguel mientras empezaba a trabajar.

María caminaba con diligencia entre las hileras de plantas, asintiendo con su esposo.

Por un lado, los vecinos eran amables, aunque rara vez venían por allí, pero cuidaban de su parcela. En cambio, la finca del otro lado estaba abandonada: la valla era precaria y la maleza había tomado posesión del lugar.

Y fue precisamente esta maleza la que fastidió a los Gutiérrez todo el verano.

– Miguel, esto es insostenible, la hierba invade nuestro huerto, va a apoderarse de todo el terreno.

Miguel agarraba la azada y se lanzaba fieramente contra las malas hierbas. Sin embargo, la hierba encontraba siempre una forma de colarse por las rendijas, como queriendo hacerlo adrede.

– María, fíjate, las peras de sus árboles son buenas – Miguel miraba el jardín del vecino, cubierto de maleza.

– Y mira qué albaricoquero tan cargado tienen – María señaló el árbol, que prometía una abundante cosecha. Algunas ramas incluso se inclinaban sobre su finca.

– Me gustaría ver a esos propietarios alguna vez – comentó Miguel con pesar. – Al menos para que vinieran a recoger la cosecha.

Ya en primavera, Miguel no pudo resistirse y, pasando una manguera, regó los árboles de sus vecinos. Le apenaba que se secaran bajo el calor.

Y ahora la hierba era un problema sin fin.

– Podrían cortarla al menos una vez en verano – se quejaba María.

En su siguiente visita al campo, los Gutiérrez se quedaron boquiabiertos al ver la cosecha de albaricoques. Aunque en Castilla ya no era raro, los albaricoques crecían en muchas fincas, pero que una finca abandonada los produjera así…

– No, al final cortaré su hierba – dijo Miguel, – no soporto ver cómo se sofoca la finca por culpa de las malas hierbas.

– ¡Miguel, mira! – María señaló las ramas colgantes del albaricoquero – caen directamente en nuestro huerto.

Miguel trajo una escalerilla. – Vamos a recoger al menos estos, que se van a echar a perder, ya que en todo este tiempo nadie ha venido por aquí.

– Es ajeno, no deberíamos – dijo María con recelo.

– De todas formas se perderán – y él empezó a cosechar los frutos maduros.

– Entonces podríamos recoger algo de frambuesa para nuestros nietos – sugirió su esposa, – de todas formas, tú cortaste allí la hierba, así que lo tomamos como pago por el trabajo.

– Aquí parece que todo puede recogerse, a nadie le importa esta finca que se quedó como huérfana a nuestro lado – concluyó Miguel.

En el trabajo, en un momento libre, Miguel se detuvo para charlar con sus compañeros. Los conductores se reunieron en círculo para compartir historias cotidianas.

– Y a mi finca se ha colado algún ladrón, ya ha sacudido mi árbol dos veces – decía Ricardo Arias, que estaba cerca de la jubilación.

Miguel, al oírlo, sintió cómo se sonrojaba al recordar que él y su esposa habían cosechado los albaricoques hace poco, y la pera también prometía una buena cosecha.

– ¿Dónde está tu finca? – preguntó Miguel, temiendo la respuesta.

– Está abajo, donde el barrio de los jardines de Ramírez.

– Ah, ya – suspiró aliviado Miguel – la nuestra está arriba.

– Es que la vuestra madura antes – comentó con conocimiento Ricardo -, pero a nosotros nos roban igual, ya han arrancado algunas matas de patatas, debería poner trampas.

– Lo de las trampas es peligroso – dijeron los compañeros – te pueden denunciar.

– ¿Y robar sí está bien? – exclamó Ricardo con indignación.

Miguel llegó a casa lleno de remordimientos, recordando constantemente la conversación. Y aunque la finca de los albaricoques no era la de su colega, aún le corroía la conciencia.

De niño, claro, alguna vez corríamos por huertos ajenos, pero era con ánimo juguetón. Y además, lo hicimos un par de veces.

Pero aquí, la finca vecina, y su cosecha de albaricoques parcialmente recolectada por ellos. Y ahora también con ganas de coger las peras.

Aunque Miguel había plantado unos plantones que con el tiempo crecerían, el albaricoquero del vecino era una pena dejarlo perderse.

– No vendrá nadie – trataba de consolarle María -, si en todo el año no se han presentado, no lo harán.

– Pero me siento como si hubiera robado algo – confesaba Miguel.

– ¿Quieres que tire los albaricoques? – preguntó su esposa, – aunque ya he repartido la mitad a los niños.

– Déjalo, ya qué más da.

Finalmente, los Gutiérrez así pasaron todo el verano con la finca ajena, quitando la maleza. Observaban el peral, esperando la llegada de los legítimos dueños. Y cuando las frutas cayeron al suelo, María fue y recogió algunas en su delantal.

En otoño, tras dejar ordenada su finca, miraron la de al lado. Y parecía que incluso la cerca tenía un aire de abandono, como pidiendo que apuntalaran las tablas inclinadas. Junto a la puerta había un montón de escombros, solía haber una construcción temporal allí que ahora solo había dejado desechos. Tablas podridas, vidrio, trapos… pero inclusive cerca de los restos, intentaban brotar algunas flores otoñales.

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En invierno, recordando los días de verano, a Miguel le invadía la nostalgia por la finca.

Y con la llegada de la primavera, en cuanto apareció la primera hierba verde, fueron a ver el terreno.

– ¿Crees que este año vendrán los dueños? – preguntó María, refiriéndose a la finca abandonada.

Miguel suspiró con pesar. – La tierra da pena, y los árboles también.

Cuando llegó el momento de arar los huertos, llamó por un anuncio para contratar a alguien que hiciera el trabajo.

Y no dejaba de mirar el huerto vecino. Habían quitado las malas hierbas grandes con María, para que no crecieran más, solo faltarían arar la tierra…

– Oye amigo, ¿por qué no aramos también el terreno vecino y yo te pago? – propuso Miguel.

– Pero, ¿qué dices? – preguntó María, – la finca no es nuestra.

– No puedo ver este campo lleno de maleza…

– ¿Y así vamos a cuidar una finca ajena? – cuestionó su esposa con lógica.

– Espera, después de almorzar vamos a pasar por la asociación de fincas, tengo que averiguar de quién es esta finca, esto de las malas hierbas me tiene harto, y también da pena el jardín…

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En la asociación de fincas, una mujer, moviendo las gafas hacia la punta de su nariz, revisaba un registro. – ¿Cuál es la dirección que dice? Calle Roble, 45?

– Sí, es esa – respondió María. – Al menos que limpien las malezas y recojan la cosecha, el jardín se va a perder.

– Ya está hecho – dijo la mujer -, los dueños renunciaron, ahora pertenece al municipio.

– ¿Entonces es abandonada? – preguntó Miguel.

– Parece que sí. Los propietarios eran mayores, fallecieron. El pariente más cercano, un sobrino, renunció de inmediato, no tenía tiempo – respondió la mujer mirando a los Gutiérrez, – ¿están interesados en adquirirla?

– ¿Adquirirla? ¿La finca?

– Sí. Pueden comprarla, saldrá barata. Todos los documentos están disponibles.

– Entonces, María, ¿adquirimos el terreno, ya que todo está en regla?

– ¿Crees que podremos manejarlo?

– Lo arreglaremos, se lo dejaremos a los niños, para que traigan a los nietos.

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– No teníamos problemas y ahora compramos un lío – dijo María riendo cuando llegaron a la finca.

– Piénsalo como que adoptamos esta finca, ahora es nuestra – dijo Miguel.

– Pues bien, retiraré la basura ahora, tengo un remolque, quitaré el resto de las malas hierbas, liberaremos el jardín de los arbustos y luego cambiaré la cerca.

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Durante el verano, Miguel disfrutaba admirando las copas de los árboles y las flores que María había plantado. La tierra de la antigua finca vecina parecía respirar aliviada, extendiéndose hacia el sol y bebiendo ávidamente las gotas de lluvia.

– Mira, nuestra huérfana parece más animada – comentaba alegremente Miguel.

Un fin de semana llegaron sus hijos: su hija Clara, su yerno Carlos y los nietos. Los mayores, Luis y Juan, corrieron hacia el coche, mientras la pequeña Ana se quedó en la jardinera de flores, donde su abuelo Miguel la fotografió.

– Me gusta – comentó su yerno Carlos mientras tendía la manguera para regar las patatas. – Podríamos plantar grosellas – sugirió.

– Eso lo podréis hacer vosotros el próximo año – dijo Miguel. – Aquí se puede dejar un césped para que jueguen.

– Les compraré una piscina – prometió Carlos. Luego miró la cerca. – Entonces, ¿nos ponemos? ¿Cambiamos la cerca?

– Vamos a cambiarla – aceptó Miguel -, la finca ya es nuestra. Como si hubiera venido a nosotros solita, ¡vaya que se alegró! Y este año habrá mucha frambuesa también…

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