Cuando mi hija cumplió un mes, mi abuela voló desde tres mil kilómetros de distancia para conocer a su bisnieta. Un día, la pequeña empezó a llorar sin parar, y aunque la alimentamos y la mecimos, nada parecía calmarla. Entonces entró en acción una auténtica experta. Mi abuela tomó a la niña con más firmeza y comenzó a acunarla enérgicamente hacia arriba y hacia abajo, mientras cantaba una canción que recuerdo desde mi infancia, probablemente compuesta por ella o incluso por su madre: “Eres mi cariño, eres mi tesoro, duérmete bonita, duérmete mi amor” – repetía varias veces con algunas variaciones. Recuerdo cada sonido, cada entonación perfectamente. Para entonces, ya estábamos agotados por los despertares nocturnos y el trajín habitual con el recién nacido, y siempre ansiábamos un poco de descanso. Mi hija finalmente se calmó, así que pensé en aprovechar para echar una siesta. Y mi abuela seguía cantando.
Cinco minutos después llegó mi esposo, se tumbó a nuestro lado y se quedó dormido enseguida. Luego apareció nuestro hijo, que tenía casi diez años y nunca dormía durante el día, pero en esta ocasión decidió acomodarse entre nosotros y pronto se quedó en silencio. Era imposible resistirse a aquel “duérmete bonita, duérmete mi amor…”. Todos dormimos hasta la tarde, descansamos profundamente. Este es uno de los recuerdos más felices de mi vida, como todos dormíamos abrazados, sintiendo la voz de mi abuela envolviéndonos, entregándonos a su dulzura, confiando plenamente en ella y experimentando con cada célula esa paz y protección.