-¡Os voy a quitar del medio a todos! ¡Bailaréis! – gritaba frenéticamente Laura, la mujer de mi hermano.
-¿Por qué, Laura? Te he dado todo el dinero. ¿Qué quejas puedes tener? – mi madre no entendía por qué su nuera la amenazaba.
-¿Y dónde está escrito que diste el dinero? ¿Dónde están los testigos? ¿Un recibo? ¡Tú nos debes a Santi y a mí la mitad de este piso! – Laura seguía firme en el umbral de la puerta.
-Mira, Laura. Mejor márchate en paz. Yo fui testigo de la entrega del dinero. ¿Te parece bien? Y dale recuerdos a mi hermano. Debería ponerte en tu sitio. No vuelvas por aquí – no pude evitar intervenir en la discusión. Mi madre estaba indefensa.
-¡Os arrepentiréis, pero será tarde! ¡Iré a un brujo y os maldeciré! – gritó Laura mientras se iba.
…Nuestra madre, tras la muerte de papá, vendió la casa del pueblo y se vino a vivir conmigo a mi piso de tres habitaciones. Por aquel entonces, yo ya era viuda y cuidaba de mi hijo, Iker, de cinco años. Acogí a mi madre con gusto.
-Verónica, ¿te importaría si le doy a Santi la mitad del dinero obtenido por la casa? Al fin y al cabo, es mi hijo. Laura se lo echa en cara, diciéndole que es un mal marido y que no mantiene bien a la familia – mi madre me miró suplicante.
-Dios mío, ¿qué problema hay? ¡Por supuesto, dale el dinero! Me parece justo – siempre lo pensé así.
…Invitamos a Santi y a Laura a mi casa, les entregamos el dinero en mano. Y, dos años después, Laura aparece exigiendo más dinero una y otra vez, amenazando y maldiciendo. La eché, cerré la puerta y me olvidé de Laura. No nos comunicamos con mi hermano ni con Laura durante años. Como si un gato negro hubiera pasado entre nosotros. Desde entonces, las desgracias nos llovieron encima como una cascada interminable. Comenzamos un camino de desdichas. Como se dice, tú cruzas el río por el dolor, y él te espera en la orilla.
Mi madre se postró en cama, yo caí enferma de algo desconocido, e Iker desarrolló eczema húmeda. Siempre teníamos algún problema. En el apartamento, impregnado del olor de las medicinas, todo se rompía, caía y se destrozaba. El reloj de pared se detenía en medio de la noche. Yo, que era oficial de policía, tuve que retirarme por años de servicio. Aunque tenía pensado seguir trabajando hasta que me ofrecieran jubilarme voluntariamente. Tenía que cuidar de mi madre postrada y tratar intensamente a mi hijo. El dinero, por alguna razón, se escapaba de mis manos.
…Recuerdo que convertí mi piso en una casa de violetas: tenía esas flores por todas partes. Las cultivaba, las reproducía, las vendía en el mercado. Se podría decir que esas pequeñas flores nos salvaron de las deudas. Las violetas se vendían con entusiasmo.
Una vez al año, venían los parientes de visita. Se quedaban una semana y nos traían ropa de segunda mano pero limpia. Nos llevaban alimentos: carne, pasta, cereales, harina… Agradecíamos todo enormemente. Los parientes se iban y empezaba el ciclo de nuevo.
…Pobreza, enfermedades, apatía. Para no desesperarme por las adversidades ni las pensamientos agobiantes, planté un parterre de flores en el portal. En primavera sembré semillas. Brotaròn flores sencillas: dragonarias, matthiolas y caléndulas. Pero esa fue mi única fuente de inspiración.
Un día, un vecino, Miguel, pasó junto a mi modesto parterre y me miró apreciativamente:
-¡Buenas tardes, vecina! ¿Puedo ofrecerle dinero para flores? Compre más, para que todos sientan envidia.
Yo, indecisa, me encogí de hombros. Miguel me metió el dinero en el bolsillo del delantal:
-Tómalo, querida jardinera. No sea tímida. Está creando belleza para todos.
Yo, emocionada, compré flores y arbustos exóticos. Mi parterre floreció con un estallido de colores. Los vecinos se quedaban maravillados por aquella belleza celestial.
Miguel se detenía cada vez frente al parterre, admirándolo:
-Solo una buena persona puede tener flores tan exuberantes.
A menudo me regalaba chocolates, bombones o helados:
-Este es para ti, Verónica, por tus incansables esfuerzos.
Por supuesto, me alegraba mucho recibir la atención de un extraño.
Pasaron los años, y poco a poco todo comenzó a mejorar en nuestra casa.
Mi madre, tras recuperarse, se levantó y se alegró. La piel de mi hijo se limpió del eczema. De repente me sentí como una mujer vestida de encajes blancos. Quería amar y ser amada. Y no prestar atención a la edad madura.
Iker, al ver a su abuela enferma, decidió convertirse en médico. Ingresó fácilmente en la facultad de medicina. A la vez trabajaba en un hospital. Pronto empezó a asistir en operaciones. Con el tiempo, los vecinos buscaban a Iker para pedirle que diagnosticara, inyectara o pusiera una vía.
Iker se especializó en reanimación.
Juntos, mi hijo y yo hicimos una pequeña reforma en el piso. Iker compró un coche de segunda mano. Planea casarse con su compañera de trabajo, Inés. Ella es cardióloga. Todo está bien y tranquilo para nosotros.
Hace poco llamó Laura con una voz ronca:
-Hola, Verónica. ¿Podrías visitarme? Estoy en el hospital.
Llego a la dirección indicada. Entro en la sala común. Encuentro la cama de Laura.
-¿Qué te pasa, Laura? – me sorprendo al ver su aspecto fatigado. Sus ojos están vacíos.
-Verás, Verónica… Estábamos en el bosque con mi marido. Encontramos un cráneo humano entre la hierba, lo llevamos a casa. Lo limpiamos, lo barnizamos, lo convertimos en un cenicero. Seis meses después, tu hermano murió en un accidente de coche. Luego, dos meses después, nuestro hijo murió en el garaje por intoxicación. Estaba bebiendo con sus amigos. Ahora estoy enferma, con neumonía. Dios mío, ¿por qué trajimos al hogar ese cráneo maldito? Desde ahí empezaron mis desgracias – Laura rompió a llorar amargamente.
-No, Laura, todo comenzó desde que acudiste a hechiceros y brujas. El cráneo es solo un resultado – le dije a Laura con claridad. Ella había traído demasiadas desgracias a nuestra familia.
-Tienes razón, Verónica. Me arrepiento. Les eché mal de ojo, les maldije. Mi ira se desbordó como alquitrán negro. El resultado: me condené a la soledad. Perdóname. Olvidemos las estúpidas peleas. En mi juventud tenía alas, pero ahora tengo un bumerán clavado. Siento su quemadura – Laura se apagó, quedó callada, pensativa.
Le conté todo a Iker. No se quedó indiferente:
-Mamá, traslademos a tía Laura a mi hospital. Allí cuidarán mejor de ella. No deja de ser familia.
-Claro, hijo, he perdonado completamente a Laura. Y, además, hay que tenerle lástima. Se quedó sola con su dolor. Perdió a su hijo y a su esposo.
…Miguel me propuso unir nuestras vidas. Él vivía en el piso de arriba.
-Verónica, venga a vivir conmigo, será más ameno pasar el tiempo juntos. Usted es viuda, yo también. Tendremos mucho de qué hablar. ¿De acuerdo?
-Sí, Miguel – no podía creer mi inesperada felicidad. Cayó del cielo, calentó mi alma, brilló.
Mi madre se alegró por mí:
-Verás, Verónica, tu destino estaba cerca, acercándose, observando. Has merecido esta felicidad.
Laura va mejorando rápidamente y pide venir a visitarnos. ¿La invitamos? Lo consultaré con Iker y Miguel…
¡Voy a hacer que todos desaparezcan! ¡Prepárense para bailar!
