El viento otoñal hacía caer las hojas doradas de los árboles mientras, con una pequeña maleta en la mano, dejaba nuestra casa. Mi esposo, Alejandro, había insistido en tomarnos una “pausa” – un mes separados para entender lo que realmente queríamos para nuestro futuro.
– Isabel – dijo con voz serena, mirándome a los ojos mientras yo estaba en la puerta. – Todo estará bien, estoy seguro. Solo… es lo correcto en este momento.
Aparté la mirada, tratando de contener las lágrimas. Cuando la puerta se cerró detrás de mí, sentí un vacío en el pecho. Aún no sabía que en solo una semana todo cambiaría.
Siete días pasaron. Me estaba quedando en casa de mi amiga Ana, en su pequeño apartamento, intentando distraerme con la lectura y largos paseos. Una noche gris y lluviosa, cuando en el aire flotaba el aroma de las hojas mojadas, el teléfono sonó. En la pantalla apareció el nombre de mi vecina, Marta. Su voz sonaba tensa:
– Isabel, no estás en casa, ¿verdad?
– No, ¿por qué?
– Creo que hay otra mujer en tu sala. La vi llegar con maletas y se quedó a pasar la noche.
El libro cayó de mis manos. Sentí un nudo en la garganta, mi mente hecha un caos: ¿quién era esa mujer? ¿Qué significaba esto para mí y Alejandro?
Al día siguiente me sentía inquieta. Seguía lloviendo y el cielo gris parecía anunciar algo malo. Ana intentaba distraerme con una taza de té y conversaciones triviales, pero yo no hacía más que mirar mi teléfono, esperando un mensaje de Alejandro que nunca llegó.
Finalmente, decidí:
– Tengo que averiguar qué está pasando – le dije a Ana.
– Llámalo – sugirió ella.
– Me da miedo que si miente o evita la pregunta, sea aún peor. Oficialmente estamos en una pausa.
Suspiré, recordando las palabras de Marta: “…pasó la noche ahí…”. ¿Qué debía pensar? ¿Tal vez él ya había tomado una decisión y me había reemplazado?
Pero una parte de mí se negaba a creerlo. Tal vez había otra explicación, algún detalle que se me escapaba. Empecé a recordar las últimas semanas: Alejandro estaba nervioso, hablaba a menudo de nuevos proyectos, de algo importante que quería hacer, pero nunca era claro.
Pasé los días tratando de recopilar información. Llamé varias veces a Marta para saber si esa misteriosa mujer había regresado. Me dijo que llegaba siempre por la noche y se quedaba hasta tarde. Las luces de mi casa permanecían encendidas durante horas.
– ¿Tal vez es una colega? – sugirió Ana mientras hablábamos.
– No lo sé. Nunca me ha hablado de ninguna colega – respondí apretando los puños.
Mi corazón latía acelerado. No podía dormir ni comer. Imaginaba a una extraña moviéndose por mi casa, sentándose en nuestro sofá donde Alejandro y yo veíamos películas juntos, bebiendo café en mi taza favorita.
Había tenido suficiente. No podía vivir con la incertidumbre. Decidí volver a casa sin avisar para ver con mis propios ojos lo que estaba sucediendo. Bajo la lluvia intensa, subí al coche y conduje hasta casa. El camino parecía interminable, como si la naturaleza misma quisiera ponerme a prueba – charcos de agua por todas partes, los limpiaparabrisas luchaban por mantener el cristal despejado.
Cuando llegué frente a la puerta, vi que las luces estaban encendidas. Me temblaban las piernas por el miedo y la impaciencia mientras introducía la llave en la cerradura. La puerta estaba abierta. Entré en la sala – la lámpara estaba encendida, por todas partes había tijeras, telas y patrones de costura. En medio de ese desorden estaba Alejandro, sentado junto a una mujer alta de cabello castaño. Estaban revisando unos bocetos.
Di un paso adelante:
– Alejandro, ¿qué está pasando?
Él levantó la cabeza, sus ojos reflejaban sorpresa pero también alivio. La mujer también me miró sorprendida por mi entrada repentina.
– ¡Isabel! Has vuelto antes de lo que pensaba – balbuceó. – Te presento a Elena. Es diseñadora de moda.
Parpadeé, confundida:
– ¿Una diseñadora?..
Elena me sonrió tímidamente. Alejandro tomó mi mano y me llevó a la mesa, cubierta de bocetos y dibujos.
– Mira, quería darte una sorpresa. Siempre has soñado con tener tu propio taller, un espacio para coser, tomar medidas, crear. Pero en casa nunca tuvimos suficiente espacio… Así que decidí transformar una parte de la sala en tu estudio. Elena me está ayudando a hacerlo realidad.
Lo miré, luego observé ese “taller improvisado”, y sentí que mi corazón se calmaba. Ahora entendía por qué lo había mantenido en secreto – quería darme una sorpresa y no sabía cómo decírmelo.
– Siempre decías que no tenías suficiente espacio para las telas y la máquina de coser – añadió con una dulce sonrisa. – Y durante esta pausa entendí cuánto te necesito. Quiero ayudarte a cumplir tus sueños.
Las lágrimas rodaron por mi rostro – lágrimas de alivio, de arrepentimiento por haber dudado de él, de inmensa gratitud.
– Lamento no habértelo dicho antes – susurró Alejandro. – No quería arruinar la sorpresa. Pero ahora sé que no puedo vivir sin ti.
Sentí que la tensión de los últimos días se disipaba poco a poco.
Esta breve separación nos había servido para entender cuánto nos necesitábamos el uno al otro.