En un pequeño pueblo, donde todos se conocían, se difundieron rumores que paralizaban a los habitantes. El viejo profesor llevaba cada día a su casa a una niña de 11 años, y todos en el pueblo se preguntaban por qué.

En un pequeño pueblo, donde todos se conocían, se difundieron rumores que paralizaban a los habitantes. El viejo profesor llevaba cada día a su casa a una niña de 11 años, y todos en el pueblo se preguntaban por qué.

Todos conocían a María. La niña silenciosa y delicada, con ojos tristes, siempre se apresuraba a volver a casa después de las clases, como si temiera que alguien le hiciera demasiadas preguntas. Su madre había muerto, y a su padre… rara vez se le veía sobrio.

Nicolás, el viejo profesor de literatura, se fijó en ella. Cada mañana llegaba a la escuela, vestida con un viejo abrigo y llevando una mochila rota. Nunca pedía ayuda, pero en sus ojos se leía algo que no necesitaba palabras.

Un día, después de clases, él la detuvo.

«María, siempre tienes tanta prisa… Ven, tomemos un té juntos.»

Ella bajó la cabeza.

«Gracias, pero en casa tengo tantas cosas que hacer…»

Él sabía qué “cosas” le esperaban en casa – un refrigerador vacío y un padre que podía ser tanto silencioso como insoportable. Y entonces dijo:

«Puedes venir a verme en cualquier momento. Mi té siempre está caliente.»

Desde ese día, María visitaba a Nicolás cada día. Comía una sopa de col caliente, se calentaba las manos junto a la chimenea y escuchaba sus relatos sobre literatura. Aprendía. Sonreía.

Pero el pueblo no permaneció en silencio por mucho tiempo. Algunas mujeres se reunieron frente a la casa del profesor. Alguien miró por la ventana y entonces todas quedaron asombradas.

Sobre la mesa había un plato con sopa de col caliente. Al lado, yacía un libro, y María se sentaba en la mesa, escuchando atentamente al profesor. No había ningún secreto – solo un niño que finalmente había encontrado consuelo.

A la mañana siguiente, frente a la casa del viejo profesor, apareció un paquete de alimentos. Nadie sabía quién lo había dejado allí. Pero desde ese día, aparecía cada semana.

Pasaron los años. María terminó sus estudios y se mudó a la ciudad, pero continuó escribiéndole cartas. Y un día volvió.

Cuando Nicolás vio a María en la puerta, permaneció en silencio por mucho tiempo. Frente a él estaba una mujer de mediana edad, en posesión de un diploma en filología.

«Soy profesora, igual que usted,» dijo.

Nicolás se quedó sin palabras. Simplemente le estrechó la mano. Desde ese día, ella lo visitaba cada día. Y un día trajo unos documentos.

«Me gustaría que te convirtieras en mi abuelo,» susurró.

Él se cubrió el rostro con las manos. Durante años no había derramado lágrimas, pero en ese instante no pudo contenerse más.

El tiempo pasó. El pueblo ya no reconocía a María – ahora era la profesora favorita de los niños. Y la casa en la que una vez encontró calor ahora le pertenecía. Ella vivía allí y cuidaba de aquel que una vez la había salvado.

Un día, como de costumbre, al entrar en la habitación de Nicolás, ella le preguntó:

«Abuelo, ¿prefieres el té con mermelada o con miel?»

No hubo respuesta. Él simplemente se sentaba, mirando por la ventana.

Cuando el pueblo se despidió del profesor, nadie dijo más de lo necesario. Todos permanecieron en silencio, con la cabeza inclinada.

Después del funeral, María se quedó sola junto a su tumba.

«Gracias…» susurró suavemente. «Por todo.»

No comenzó a llorar hasta que un pequeño alumno se acercó a ella.

«Lo escribí yo mismo,» dijo, entregándole una hoja de papel.

Con una escritura infantil se leía:

«Los profesores no mueren. Viven en sus alumnos.»

María sonrió. Sabía que Nicolás habría estado de acuerdo.

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MagistrUm
En un pequeño pueblo, donde todos se conocían, se difundieron rumores que paralizaban a los habitantes. El viejo profesor llevaba cada día a su casa a una niña de 11 años, y todos en el pueblo se preguntaban por qué.