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0327
Traición, conmoción y misterio.
Natacha estaba preparando la cena cuando alguien llamó a la puerta. “Qué raro, tenemos timbre y
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022
Estuve dos años en el extranjero y al regresar descubrí que mi hijo había vivido una “sorpresa” inesperada.
Querido diario, He pasado los últimos dos años trabajando en Berlín y, al volver a Madrid, descubrí que
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040
¿Eres tú la que la has puesto en mi contra?
26 de octubre Hoy el apartamento de la calle Gran Vía volvió a ser escenario de una de esas discusiones
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016
Banco para Dos La nieve ya se había derretido, pero la tierra del parque seguía oscura y húmeda, y en los senderos quedaban finas líneas de arena. Natividad Jiménez caminaba despacio, sujetando la bolsa de la compra, y miraba al suelo. Hacía tiempo que se había acostumbrado a advertir cada bache, cada piedrecilla bajo sus pies. No por miedo excesivo, sino porque tras una fractura de brazo, tres años atrás, el temor a caer se había instalado en su pecho y no terminaba de irse. Vivía sola en un piso bajo de dos habitaciones, donde antaño resonaban voces, olores de comida y portazos. Ahora todo era silencio. El televisor sonaba de fondo, pero a menudo se descubría mirando la pantalla sin atender realmente, solo siguiendo el rótulo que pasaba en la parte baja. Su hijo la llamaba por videollamada los domingos —con prisa, entre una cosa y otra—, pero llamaba al fin y al cabo. Su nieto asomaba en la pantalla, le saludaba con la mano, le enseñaba algún juguete. Ella se alegraba, pero al terminar la llamada, el aire de la casa volvía a estar detenido, infinito. Tenía su rutina. Mañana: gimnasia, pastillas, gachas. Después, breve paseo hasta el parque y de vuelta, “para mover la sangre”, como le recomendaba la doctora del centro de salud. Luego, labores, las noticias, quizá un crucigrama. Por la tarde, una serie y algo de ganchillo. Nada extraordinario, pero le mantenía en pie, como solía contarle a su vecina en el rellano. Hoy hacía viento seco, pero frío. Natividad llegó a su banco junto a la zona infantil y se sentó con cuidado en el borde. Dejó la bolsa a su lado y comprobó el cierre. No lejos, dos pequeños en buzos de colores jugaban, mientras sus madres charlaban distraídas sin mirar alrededor. Ella pensó que se sentaría un rato y luego, a casa. En el otro extremo del parque, camino de la parada, avanzaba paso a paso Esteban Pérez. Él también contaba los pasos. Hasta el quiosco, setenta y tres. Hasta el ambulatorio, ciento veinte. Hasta la parada del bus, noventa y cinco. Contar era mejor que pensar en que no le esperaba nadie en casa. Había sido ajustador en una fábrica, viajaba por trabajo, discutía con encargados, reía y fumaba con los compañeros en las pausas. La fábrica cerró hace años, y cada vez veía menos a los viejos amigos: unos se habían ido con hijos, otros estaban ya bajo tierra. Su hijo vivía en otra ciudad, venía una vez al año, tres días, y sin parar. Su hija estaba en otro barrio, ocupada con sus niños y la hipoteca. No se sentía ofendido —eso se decía a sí mismo— pero, a veces, las noches de radiadores y ventanas oscuras, se sorprendía escuchando, por si chirriaba la puerta. Esa mañana había salido por pan, y de paso, a por pastillas para la tensión. Mejor prevenir, le había dicho el médico. Llevaba la lista, escrita en letras grandes, en el bolsillo. Le temblaban un poco los dedos al sacarla para revisar que no olvidaba nada. Al llegar a la parada vio cómo el bus acababa de irse. La gente se dispersaba y en el banco quedó sentada una mujer, abrigo gris claro y gorro azul de lana. Miraba hacia el parque, no hacia la calle. Dudó. No le gustaba quedarse de pie, le dolía la cadera. El banco estaba a medias libre, pero le daba cosa sentarse junto a una desconocida —vete tú a saber qué pensará la gente—. Pero el viento calaba y al final se decidió. —¿Le importa si me siento? —preguntó, inclinándose un poco. La mujer giró la cabeza. Tenía ojos claros, arrugados suavemente en las comisuras. —Claro, siéntese, —respondió ella, apartando la bolsa. Se sentó, apoyando bien las manos en el banco. Guardaron silencio. Un coche pasó, dejando olor a gasolina. —Los autobuses hoy van cuando quieren, —comentó él al fin, rompiendo el silencio—. Te despistas un momento y ya no están. —Pues sí —asintió ella—. Ayer estuve media hora esperando, menos mal que no llovía. Él la miró con más atención. No le sonaba su cara, pero el barrio tenía mucha gente nueva; habían levantado más edificios. —¿Vive cerca de aquí? —preguntó con cautela. —Allí, cruzando la avenida, —contestó ella señalando los bloques de cinco plantas—. El primer portal, junto al supermercado. ¿Y usted? —Detrás del parque, en el bloque grande de nueve pisos, —dijo él—. También cerca. Volvieron a callar. Natividad pensaba que hablar de paso en la parada era lo normal: un par de frases y cada uno por su lado. Pero el hombre le parecía cansado, un poco perdido, aunque ponía empeño en estar erguido. —¿Va al ambulatorio? —preguntó, señalando la bolsa con el logo de la farmacia. —Sí, fui a por medicinas —levantó la bolsa—. Tengo la tensión revuelta. ¿Y usted? —Al súper, —contestó—. Cosillas. Y por andar un poco —añadió—, que si no, una se empolilla en casa. El “en casa” sonó demasiado vacío. Notó un pinchazo en el pecho. Apareció el bus a lo lejos. La gente se puso en marcha hacia el bordillo. Él se levantó, dudó un instante. —Por cierto, soy Esteban —dijo de golpe—. Esteban Pérez. —Natividad Jiménez, —dijo ella, levantándose—. Encantada. Subieron al bus y la gente los separó. Natividad se agarró a la barra y, en un momento, cruzó la mirada con Esteban a través de las cabezas. Él asintió y ella contestó igual. Unos días después volvieron a coincidir, ya en el parque. Natividad estaba en su banco cuando vio la silueta conocida de Esteban, ahora con bastón, que antes no llevaba. Por precaución, supuso. —¡Anda, vecina de la parada! —rió él acercándose—. ¿Está ocupado? —Qué va —le dijo ella, y se alegró de verle. Él se sentó, apoyó el bastón entre ambos. —Se está bien aquí —dijo mirando alrededor—. Árboles, niños… No como en casa, que las paredes caen encima. —¿Vive solo? —se atrevió ella. —Solo —asintió él—. Mi mujer murió hace siete años. Los hijos, en lo suyo. ¿Y usted? —También sola —contestó—. Mi marido falleció hace mucho. Mi hijo con su familia en otra ciudad. Llaman, claro, pero… Se encogió de hombros. Él lo comprendió. —Las llamadas están bien —admitió él—, pero por las noches es cuando el teléfono calla. Sus palabras le reconfortaron de manera inesperada. Hablaron del tiempo, de los precios, del cambio de médico en el centro de salud. Se despidieron, pero al día siguiente ambos pasearon a la misma hora. Así empezaron a verse con frecuencia: en la parada y en el parque, luego junto al supermercado, después frente al ambulatorio. Natividad se descubría ajustando sus rutinas para coincidir con Esteban y no se lo confesaba ni a sí misma: simplemente quitaba la olla antes o tardaba más en salir. Iban juntos al ambulatorio, comentando qué pruebas les habían puesto, quejándose de la cita online que Natividad no dominaba. —Eso es por la web —explicaba la enfermera—. Hay que pedir cita por internet. —¿Qué internet? —refunfuñaba Natividad saliendo al pasillo—. Si el móvil ya apenas va. Esteban escuchaba, divertido. —Yo le ayudo, si quiere —le ofreció él un día—. Tengo una tableta vieja, que me regalaron los hijos. Ahí están esas cosas. Nos apañamos entre los dos. Al principio ella puso pegas, luego aceptó. Se sentaban en el banco del ambulatorio, él buscaba el menú tocando la pantalla, a veces errado y renegando en voz baja. Natividad reía y su risa salía limpia, desarmada. —¿Ve? —decía él al lograrlo—. Se puede elegir médico y hora. Hay que acordarse sólo del pin. —Yo me lo apunto —respondía ella segura—. Para eso tengo mi libreta. Otro día era ella quien le guiaba con las facturas. Esteban traía el paquete de recibos del buzón, los desplegaba suspirando. —Antes era sencillo —explicaba—. Ibas a la ventanilla, pagabas y listo. Ahora los códigos estos, los terminales… Un lío. —Iremos por partes —le tranquilizaba ella—. Este es de la luz, este del agua. Lo importante es no liarse. Se sentaban en la mesa, tomando té. Ella sacaba mermelada, él, rosquillas. Veían a los niños jugar desde la ventana. Natividad pensaba que le gustaba ver a Esteban doblar con cuidado los papeles, pedirle consejo o discutir detalles. —No tiene por qué pagarme los recibos usted —se quejó él cuando ella se ofrecía a usar el terminal—. Ya me apaño. —Yo no pago, sólo ayudo —protestó ella—. Usted me da el dinero, no sea cabezota. Él, incómodo pero agradecido, acababa aceptando. Le incomodaba deber favores, aunque fueran pequeños. A veces discutían, no fuerte, pero sí melancólicos. Una vez, volviendo del supermercado, tocaron el tema de los hijos. —Mi hijo me dice —contaba Esteban—: “Papá, vende el piso y vente con nosotros. ¿Para qué solo?” Pero, ¿ir para estar en un rincón? Bastante tienen allí. —Mi hijo también me dice —suspiró Natividad—: “Mamá, vente a casa, te damos tu cuarto”. Tienen sitio. Pero… aquí tengo la tumba del marido, mis amigas. A veces lo pienso, tal vez debería… —No diga eso —replicó él con calor—. Allí sería invisible. Ellos llegan agotados del trabajo, los niños, las clases… Y usted apartada. Lo he visto mucho. —¿Y aquí a quién le importo? —preguntó ella, serena. Él calló, dolido, como si lo incluyera a él. Se enfadó consigo. —Perdone —gruñó—. Yo creía que ya éramos… Iba a decir “amigos” pero el término le parecía desmedido a su edad. —No lo decía por usted —aclaró ella suavemente—. Es por todo. Da miedo pensar que, si una se va, aquí todo acaba. Da miedo. Él asintió, y el resto del camino guardaron silencio. En el portal se despidieron secos. Por la noche, Esteban no pudo dormir, atormentado, sintiéndose culpable. Pasaron días sin verse. El tiempo empeoró y cayó nieve mojada. Natividad seguía paseando, sin verle. Trató de no preocuparse, se repetía que estarían sus cosas, que quizá se había resfriado; la inquietud seguía agazapada. Al cuarto día, al volver del súper, encontró en el buzón una nota: “A Natividad Jiménez. Estoy en el hospital. Esteban P.” Nada más. Las manos le temblaron. Subió, dejó la bolsa en la silla y se quedó mirando el papel. Las preguntas la desbordaban: ¿qué pasó, un infarto, un ictus? ¿Quién le ayudó? ¿Por qué no avisó nadie? Recordó que una vez mencionó el Hospital General y su planta de cardiología. Buscó el teléfono, llamó, preguntó. La hicieron esperar, le cambiaron de extensión. Al final, le dijeron número de habitación y que podía ir en visitas. No le gustaban los hospitales ni el olor a desinfectante. Pero al día siguiente, en cuanto abrieron, ya estaba en el pasillo, con una bolsa de manzanas y galletas. Dudaba sobre el azúcar: ¿y si no podía tomar dulce? En la habitación había tres camas. Junto a la ventana, otro hombre mayor; en la puerta, un joven con el brazo vendado. Esteban estaba en el medio, apoyado contra la almohada, leyendo el Marca. Vio a Natividad y su cara se iluminó de alivio. —Natividad Jiménez, —dijo dejando el periódico—. ¿Cómo me has encontrado? —Tirando del hilo —respondió dejando la bolsa en la mesa—. ¿Qué ha pasado? —El corazón, —suspiró—. Me dio una mala noche. Llamaron a la ambulancia, estaré aquí unos días. Le observó. Tenía peor color, más ojeras, pero la chispa seguía en los ojos. —¿Lo saben tus hijos? —preguntó. —Mi hija vino ayer —respondió—, me trajo caldo. Al hijo aún no le dije nada. Prefiero no alarmarle. Lo dijo con serenidad, pero se notaba la tensión. Luego añadió: —Mi hija preguntó por ti. ¿Quién era la mujer de la nota? Le dije que la vecina, que me ayuda. Natividad sintió un nudo: “me ayuda la vecina” sonaba muy lejano. Se sentó en la silla. —Bueno, es verdad, —dijo procurando sonar neutra—. Y ayudo. Él la miró, y se dio cuenta de lo torpe que había sido. Se sintió mal. —No era eso lo que quería decir, —se disculpó—. Mi hija es muy suya. Si digo que eres amiga, montará una escena: “¿Papá, a tu edad?”. Piensan que estamos locos. —No tenemos dieciséis —sonrió Natividad—, pero seguimos siendo personas. Él asintió. Se hizo el silencio. El de la ventana se giró fingiendo dormir. —Yo, tumbado aquí de noche —dijo bajando la voz—, no temía a la muerte, sino a que te lleven y nadie lo sepa. Ni puedes llamar. Los hijos lejos, a lo suyo. Y me acordé de ti. Me tranquilizó, pensar que alguien sabría dónde estoy. A Natividad se le hizo un nudo. Miró al vaso de plástico con una flor mustia en la ventana. —Yo también tengo miedo, —dijo—. Pero hago como si no. Delante del hijo, los vecinos. Luego, de noche, cuento cuántas pastillas me quedan. Hace gracia, ¿no? —No tanta —dijo él—. Yo también las cuento. Se miraron, sonriendo a la vez, entre alivio y cierta vergüenza agria. Entonces entró una mujer, mediana edad, con una bolsa. Se parecía a Esteban: mismos ojos, quijada. —Papá, —dijo, dejando el paquete—, aquí tienes el caldo. ¿Quién es? Miró a Natividad, con cortesía pero escrutadora. —Natividad Jiménez, —respondió Esteban—. Una buena amiga. Me ayuda con las cosas del barrio. —Encantada —dijo la mujer—. Gracias por ocuparse. Él es muy terco, siempre quiere hacerlo todo solo. —Buenas tardes —contestó Natividad—. Sólo damos un paseo de vez en cuando. La hija asintió, algo perpleja, y empezó a arreglarle la manta, poner las comidas, preguntar. Natividad se sintió de sobra y pronto se marchó. —Volveré, —dijo en la puerta. —Si no es molestia, —contestó él. —Nada de molestia, —dijo ella, y salió. Esa noche pensó mucho en lo oído. “Una buena amiga” sonaba modesto, pero quizá era lo justo. En su edad, las palabras grandes pesaban. Lo decisivo era que él pensara en ella cuando llegó la angustia. Esteban estuvo ingresado dos semanas. Natividad fue día sí, día no, con frutas, calcetines limpios y periódicos. A veces charlaban, a veces callaban, oyendo ruidos del pasillo. Rememoraban historias antiguas ya irrepetibles. La hija de Esteban terminó por aceptar su presencia. Un día, llevándola al ascensor, le dijo: —Gracias. Trabajo y no siempre puedo venir. Me alegra que papá tenga alguien con quien hablar. Pero no cargue usted sola: si pasa algo, avíseme. —No se preocupe. Cada cual con su vida. Pero si puedo ayudar, lo haré —replicó Natividad. Le dieron el alta a finales de abril. El doctor le recomendó pasear más, estresarse menos y controlar la medicación. Su hija lo llevó a casa y le ayudó a instalarse. Al día siguiente, con bastón, bajó al parque. Natividad ya le esperaba en el banco. Se incorporó al verle. —¿Cómo va todo? —preguntó mirándole a la cara. —Sigo vivo, —bromeó él—. Y no es poco. Se sentaron callados, escuchando la vida del barrio. Al rato, dijo él: —He pensado mucho. No quiero serte carga. Me alegra que hayas venido, pero también me da apuro. Y si dejaste lo tuyo por mí… —¿Qué cosas? —suspiró ella—. Supermercado, ambulatorio, novelas turcas. No exagere. —Insisto, —dijo él—. No quiero que te sientas obligada. Sé apañármelas solo. Ella le sostuvo la mirada. —¿Y yo, cree que quiero ser carga? —le preguntó—. Por eso me lo hago yo todo. Pero ¿sabes qué? Que uno puede quedarse en el piso temiendo molestar, o puede pactar: no prometer imposibles, sólo… estar, si se puede. Él meditó. —¿Cómo es eso? —Así: no me llames de noche sólo para hablar, no soy el 112. Pero si te da miedo ir al centro de salud, me llamas. Si necesitas repasar facturas, ven. Si te da pereza ir al súper, arréglatelas. Yo no soy recadera. Él rió. —Contundente. —Honesta —rectificó ella—. Vale igual para mí: si me encuentro mal, te llamo, pero no espero que dejes todo por mí. Tú tienes hijos, nietos, respétalo. Mi hijo se preocupa también, que lo sepas. Él asintió, liberado. No había que fingirse héroe ni mártir. —Trato hecho —dijo—. Ayudarnos sin jugar al enfermero. —Eso mismo —sonrió ella. Desde entonces la amistad fue estable. Seguían paseando, yendo a consulta juntos, o tomando té en uno u otro piso; pero sabían dónde poner el límite. Cuando a Natividad se le rompió el grifo, llamó a Esteban. —¿Puedes mirarlo? —le pidió—. Temo que me inunde la cocina. —Miro —dijo él—, pero si es serio, llamamos a un fontanero. Ya no me veo para meterme en líos. Fue, comprobó, buscó ayuda profesional y mientras esperaban hablaron del pasado. Natividad pensó que la vejez no es solo enfermedades: también saber delegar a tiempo. A veces iban juntos al mercado. Él regateaba por las patatas, ella elegía pollo. Protestaban por los precios, pero sabían que esa escapada llenaba el día. Los hijos lo entendieron según su criterio. El de Natividad preguntó un día: —Mamá, hablas mucho de un tal Esteban Pérez. ¿Quién es? —Un vecino —contestó—. Paseamos, me arregla la tableta, le ayudo con papeles. —Vale, pero ten cuidado con el dinero y los documentos —advirtió el hijo. Ella sonrió. —No soy una niña. Sé cuidarme. La hija de Esteban también se preocupaba: —Papá, no te pases con la vecina. Ella no es cuidadora. A saber, igual tiene otros planes. —Tenemos nuestro acuerdo —explicó él—. No nos explotamos. —¿Acuerdo? —se extrañó ella. —Acuerdo de mayores —bromeó él. Llegó el verano. El parque se cubrió de hojas, el banco casi se hizo suyo, entre madres jóvenes, adolescentes y jubilados. Natividad y Esteban sentían ese banco como refugio. Una tarde, cuando declinaba el sol y olía a polvo y hierba fresca, veían a los niños jugar al balón. Esteban dejó el bastón entre ambos. —¿Sabe lo que pienso? —dijo, sin dejar de mirar el juego—. Yo creía que la vejez era el final de todo: trabajo, amigos, incluso el amor. Solo quedaban las pastillas y la tele. Pero ahora veo que algo puede empezar de nuevo. No como antes, claro, pero empieza. —¿Habla de nosotros? —preguntó ella. —También —admitió él—. No sé ponerle nombre. ¿Amistad? ¿Compañerismo de turno médico? Pero contigo… no da tanto miedo. Ella miró las manos de ambos, surcadas de arrugas iguales. —A mí tampoco —dijo—. Antes pensaba: “¿Y si mañana no despierto, quién lo notará?” Ahora sé que alguien se preguntará por qué hoy no fui al parque. Él rió por lo bajo. —No solo me preguntaré —dijo—. ¡Montaré un escándalo en el bloque! —Eso está bien —respondió ella. Se quedaron un poco más, y luego se levantaron. Caminaron despacio, cada uno por su borde del sendero. En el cruce se detuvieron. —¿Mañana al centro de salud? —preguntó él. —Sí —asintió ella—. Toca análisis. ¿Me acompañas? —Hasta la puerta del laboratorio —bromeó él—. Lo demás, sola. No quiero drenarte más sangre con mis charlas. Ella sonrió. —Hecho. Se despidieron y cada cual tomó su portal. Natividad subió, entró en su casa en silencio, dejó la bolsa, fue a la cocina y puso agua en el hervidor. Mientras esperaba, se asomó a la ventana. Abajo, Esteban peleaba con la cerradura. Alzó la vista, como si sintiera ser observador, y la saludó con la mano. Ella contestó. El hervidor sonó. Preparó el té, cortó pan, se sentó. En la silla de enfrente estaba su chal de lana. Puso la mano sobre él y sintió que aquella quietud ya no era igual. No era silencio absoluto. Había, al otro lado de la plaza, alguien que mañana iría con ella al centro de salud, se sentaría a su lado y le preguntaría cómo se encontraba. La vejez no se había ido. Seguían los dolores, las pastillas, los precios. Pero había una pequeña certeza. No un milagro ni una salvación: sólo otro banco más en la vida, donde poder sentarse a descansar un rato, y seguir el camino. Cada uno al suyo, pero cerca.
Banco para dos La escarcha ya había desaparecido, pero la tierra en el parque seguía oscura y húmeda
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045
¿Por qué deberías dejar de invitar a gente a tu casa? Desde mi experiencia
Decidí, como quien atraviesa un espejo, no invitar nunca más a nadie a mi casa. No es por escasez de
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018
Cuando subí al avión rumbo a Roma con mi mujer, descubrimos que nuestros asientos —reservados con la ventanilla libre a propósito— estaban ocupados por una madre y su hijo, que se negaban a cederlos porque “llegaron antes”, hasta que el auxiliar de vuelo intervino y resolvió el conflicto, ante el apoyo del resto de los pasajeros.
Al subir al avión, sentí como si mis zapatos fueran de nubes y mi sombra se quedara atrás en el aeropuerto
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016
Para mi madre, cuidar de su nieta es algo “imposible”.
Para mi madre, cuidar a su nieta es una imposibilidad absoluta. Todas mis amigas tienen madres que pueden
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017
No visito a nadie, no invito a nadie, no comparto mi cosecha ni mis herramientas – en mi pueblo me consideran un loco.
Yo no recibo visitas, no invito a nadie y no reparto mi cosecha ni mis herramientas; en mi pueblo me
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041
Estás aprovechándote de la abuela: ella cuida de tu hijo pero ni siquiera acepta a la mía los fines de semana A veces la vida nos obliga a encontrar soluciones rápidas a los problemas. Eso fue lo que le pasó a Laura. Mi hijo tiene ahora cuatro años. No hay duda de que es perfecto para mí. No puedo decir que siempre se porte bien, pero tampoco conozco niños perfectos. Todos son algo traviesos. Ahora, además, estoy esperando un segundo hijo. Y ahí está el asunto. Al ir a mi siguiente revisión con el ginecólogo, me derivaron directamente al hospital. Había algo preocupante, nada de demoras. Entonces la pregunta era: ¿quién se encargaría de mi hijo? Mi marido estaba de viaje de negocios y no volvía en diez días. Mis padres también estaban trabajando. No había otros familiares disponibles. Entonces mi abuela decidió ayudar. Dijo que cuidaría de mi hijo hasta que me diesen el alta. Yo no tenía claro que pudiera hacerlo; tiene setenta años y él es muy movido. Así que, quién sabe… Ya estaba decidido. Mis padres, que trabajan en la empresa privada, se ofrecieron a cuidar a su nieto por las tardes y la abuela lo haría durante el día. Así lo organizamos. Aun así, yo seguía inquieta. Era mi hijo, después de todo. Pero no había alternativa. Llamaba constantemente a mi abuela para preguntar cómo iban las cosas. Curiosamente, se entendieron muy bien. La semana pasó volando. En cuanto llegó mi marido, se hizo cargo. Pronto me iban a dar el alta. El fin de semana llamó mi hermana, muy enfadada conmigo. Su hija tiene dos años y, por mucho que intentaba convencer a la abuela para que cuidase de ella, la abuela se negaba. Le decía que la niña era demasiado pequeña. Mi hermana casi suplicó de rodillas que la abuela se quedase con la niña, pero ella no quiso. —¡Tú sí que has aprovechado a la abuela!—me soltó. A lo que yo respondí: Yo también estaba en una situación complicada. No podía llevarme a mi hijo al hospital. Te pedí ayuda y no aceptaste. Y tú lo que quieres es dejar a tu hija con la abuela para descansar y jugar. ¿No ves la diferencia? ¿Y cómo puedes dejar a una niña tan pequeña al cuidado de una anciana? Llévala con sus padres. Pero ellos no quieren hacerse cargo. ¡Y tengo que cuidarla yo todo el tiempo! Creo que mi hermana no tiene razón. Hay mucha diferencia entre una niña de dos años y un niño de cuatro. Si hubiera podido elegir, tampoco habría mandado a mi hijo con familiares. Pero mi hermana está convencida de que he engañado a nuestra abuela.
A veces, la vida nos obliga a buscar una solución rápida a un problema inesperado. Esto fue lo que le
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0194
En nuestra boda, mi marido dijo: “Este baile es para la mujer a la que he amado en secreto durante los últimos diez años.” Luego, pasó de largo y invitó a bailar a mi hermana.
En nuestra boda, mi esposo anunció: Este baile es para la mujer a la que he amado en secreto durante
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